Por Pablo García-Mancha
Logroño en la posguerra era una ciudad cárdena, como la tonalidad de la piel de los legendarios saltillos. También era oscura, aunque menos de lo que lo fueron otras como Madrid, o, sin ir más lejos, Burgos. La miseria era el estado normal de la mayor parte de sus habitantes. Y en aquel ambiente de mediocridad y desesperación lo mejor era ser torero. Al menos, así lo pensaba Zenón Goitia, novillero de Albelda, que estaba empeñado en que le saliera todo mal, y encima tenía un bajío desolador. Lo de Zenón Goitia era pura desesperación: llevaba diez años matando novillos por esos pueblos de Dios y ni un solo contrato en ninguna capital de provincia. Se sentía torero hasta cuando se duchaba, y recetaba naturales clandestinos con el camisón de su patrona, doña Encarnación. Estaba convencido de que era torero de pellizco y, sin embargo, estaba abocado a ponerle un par de huevos cada tarde de corrida. Tenía costurones de enfermerías con olor a absenta por todas las estribaciones de su cuerpo. Su apoderado, por decir algo, regentaba un bar en la calle Mayor, y cuando no había contratos para Zenón, la mayor parte de los días, lo tenía haciendo encargos para un amigo carnicero. Así, de vez en cuando, podía ir por el matadero y ensayar el descabello y las banderillas con todo tipo de desdichados animales que acababan sus días al otro lado del Ebro.
Zenón no estaba enamorado, no tenía un solo amigo y lo único que le interesaba era ser torero, ser matador de tronío. Pero era muy vanidoso, y aunque recitaba de memoria el nombre de las figuras del momento, sólo sentía por ellos desprecio. Se veía como un paria de la fiesta, aunque odiaba la conmiseración de muchos aficionados locales que le aconsejaban que se metiera banderillero o se cortara la coleta para entrar a trabajar a la luz del matadero. Zenón practicaba ritos inverosímiles para que le dieran una oportunidad. Cuando llegaban las fiestas mateas esperaba horas y horas junto a la Renfe para ver la catadura de las reses que iban a ser lidiadas. Al observar, entre los agujerillos de los vagones donde se situaban las cambretas de los toros, aquellas fabulosas astas y sentir esa respiración sibilina de los bureles, se imaginaba tardes de gloria y mujeres en el cuarto de su hotel. Pero todo era un sueño. El sólo podía acceder al coso de la calle Manzanera por su condición de carnicero esporádico. Un año que vino a torear Manolete, junto al genial Gitanillo de Triana, se pasó toda la corrida insultando al diestro cordobés por el escaso trapío de uno de sus oponentes. Un manoletista acérrimo de la ciudad contrató a varios tipos patibularios para que dieran su merecido barriobajero al desgraciado de Zenón, que acabó con varias costillas rotas y sin su trabajo de carnicero. El manoletista acérrimo era íntimo amigo de Ramón Garrido, jefe local del Movimiento, y movió sus peones para que no le dejaran acercarse por el matadero. Perdió, incluso, hasta varios boletos de racionamiento.
De patitas en la calle Barriocepo...
Doña Encarnación, su patrona, empezó a sospechar que la figura del toreo que tenía a media pensión en la buhardilla iba a ser incapaz de abonarle todos los retrasos que había acumulados y decidió ponerlo de patitas en la calle Barriocepo. Zenón se dio cuenta de la fuerza que tenían las grandes figuras como Manolete. Se había quedado en dos días sin pensión, sin trabajo y sin un real, y sólo por pedir dignidad para la fiesta. En su fuero interno empezó a crearse una rabia indómita. Pensaba que si le daban una mínima oportunidad pondría bocabajo el toreo. Cada noche subía al monte Cantabria a torear de salón. Allí, bajo el manto protector de las estrellas y con el estómago tan vacío como los bolsillos de sus pantalones, estudiaba nuevas suertes de la tauromaquia, quites perfectos a toros astifinos y hasta con la interpretación de un pasodoble que llevara su nombre. Cuando caía agotado, con los brazos entumecidos de dar tantos lances al viento, le gustaba bajar hasta el pozo Cubillas y sortear los remolinos del padre Ebro, como si fueran encastadas embestidas de las reses de Veragua, las preferidas de Zenón. Se empezó a ganar la vida como mozo de equipajes en la Renfe. No era difícil sorprenderlo hurgando entre las maletas por si se dejaba caer algo. Un frío día de invierno, Zenón esperaba aterido a que llegara el Rápido de Madrid. No podía ser, de uno de los vagones estaban bajando Manouel Camará, apoderado de Manolete, y El Pinturas, miembro destacado de la cuadrilla del monstruo cordobés. Como azotado por un alisio, Zenón se hizo hueco entre el personal y le dijo a Camará: “Don Manuel, mi nombre es Zenón Goitia, matador de toros. Soy torero de la cabeza a los pies. Y aquí me ve, de mozo de equipajes. Déme usted una oportunidad”. Con la misma velocidad sacó unos recortes de una crónica de un periódico local en el que se cantaban las buenas maneras de un joven novillero de Albelda, llamado Zenón Goitia, en una becerrada en Navarrete. Este era su tesoro más preciado. De sus otros paseíllos no había constancia, ya que nadie se dignó a escribir ni una sola línea de su excelsa tauromaquia.
– Vaya usted a las ocho de la tarde al Gran Hotel, pregunte por mí y veremos lo que se puede hacer.
Zenón fue a casa de doña Encarnación a ver si le podía dejar el traje de franela con el que quisieron amortajar a su padre, pero que a última hora rescató de las plañideras. Era un terno negro zaino, aunque el brillo que lo adornaba tenía más relación con el manoseo que con la calidad de la tela. Los zapatos se los dejó la amable casera. Y prefirió una camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata, que era mucho más taurina.
Sin mayor dilación, un ilusionado Zenón fue derechito al Gran Hotel.
– Don Manuel Camará, por favor. – Lo siento, el señor Camará no se hospeda aquí. Sólo vino a comer y pidió un taxi para irse a Bilbao. Creo que le iban a dar un homenaje los de un club taurino bilbaíno con nombre italiano. – Con quién ha comido – Con el alcalde y con Ramón Garrido
Zenón no podía articular palabra. Ramón Garrido era el jefe de la Falange local. Pensó que Camará no le había recibido porque Garrido, sin duda, le habría espetado para ello. La desesperación se hizo dueña del frágil cuerpecillo cada vez más desgastado de Zenón. Palpó en sus bolsillos y sacó unas monedas, que sumadas llegaban a las 15 pesetas. Pensó que eran suficientes para comprar algo de vino, obtener una prostituta y olvidar las ilusiones de que le hiciera un crónica triunfal el gran Kahito. La vieja prostituta era una andaluza de Linares, plaza en la que dos años más tarde moriría Manolete entre las astas de un Miura. Zenón se dejó todo su capital entre las piernas de su amiga y los olores del vino negro que compró para olvidar la fragancia de las mujeres caras que se prometía. Su vida ya no tenía sentido. Pasaba las noches flotando como un velero hundido entre el vino y los primeros síntomas de una sífilis incurable que contrajo el día que conoció a Camará. Cada mañana, a la hora que llegaba el Rápido de Madrid, se frotaba los ojos con la esperanza de que algún taurino ilustre bajara del tren para pedirle una oportunidad. Tras acarrear alguna maleta, por cuatro chavos, iba a una bodega y compraba más vino mitigador de sueños y pesadillas. Ya no se sentía torero, no le interesaba la fiesta y procuraba evitar los corrillos de la ciudad en los que se hablase de toros. Cada día estaba peor, y al llegar el verano de 1947, Zenón había perdido el porte que un día tuvo. Los efectos de la sífilis avanzaban inexorables y era incapaz de arrastrar cualquier bulto, por pequeño que éste fuera. La muerte era el pensamiento que más merodeaba por la cabeza de Zenón. Algunos días sacaba de su ajada cartera el viejo recorte de la novillada de Navarrete, y lo leía una y otra vez hasta que lograba quedarse dormido. Zenón empezó a encontrarse muy mal. Presentía que le quedaban pocos días de vida y que se moría sin haber tomado la alternativa, aunque eso sí, odiaba a Manolete por el daño que le habían infringido unas circunstancias tan ajenas al ídolo cordobés, como el odio que Ramón Garrido profesaba al derrotado y sifilítico torero de Albelda. Zenón fue recogido un día completamente ebrio al lado de la puerta del Revellín. Lo ingresaron en el hospital y un sacerdote de Hernani le dio la Extremaunción. Zenón se moría y nadie fue a visitarlo. No tenía ni un solo amigo que se acordara del desdichado torerillo de Albelda. Estaba más muerto que vivo, pero entre los momentos de lucidez que le proporcionaba la terrible agonía que estaba sufriendo, se acordaba de Manolete y de su novia, la artista Lupe Sino, que, según las malas lenguas oficiales, había llevado al genio cordobés por el camino de la cocaína y del alcohol. En aquellas últimas horas de vida, Zenón se creía Manolete y discutía con Lupe Sino sobre si era mejor ir o no a América a torear esta temporada. Lupe, contrariada, le decía a Zenón que con tal de salir de España, cualquier cosa. Manolete era un ídolo en el Nuevo Mundo y se estaba empezando a hartar de Luis Miguel Dominguín y de todos sus partidarios.
Zenón no podía dormir...
Hacía calor, mucho calor. Zenón no podía dormir y con el sudor característico de los que agonizan bebía un vaso de agua con la esperanza de acogotar el terrible dolor de garganta. El hilillo de agua que sorbía le producía una satisfacción inmediata, que pronto quedaba borrada por la presencia de las quemaduras de su laringe. Era el 27 de agosto. Manolete toreaba esa tarde en Linares, pueblo de la prostituta que sin querer envenenó a Zenón. Manolete recibió a Islero sin apreturas, dibujando sus características verónicas con las manos muy bajas y la figura tan rectilínea como la cruz del Valle de los Caídos. Zenón daba vueltas en la cama con la mano en la tripa, apretando hacia adentro para mitigar el dolor que se apoderaba de su estómago. Eran los últimos minutos de ambos. Islero cada vez desarrollaba más sentido y no dejaba a Manolete interpretar esa tauromaquia al hilo del pitón, tan manoseada en la actualidad. Sintió un dolor muy fuerte a la altura del estómago y fue a la barrera a pedir que le dieran el estoque de verdad. Camará le dijo que aliviara, que matara a Islero y que a otra cosa. Zenón sentía un dolor que le impedía respirar. Manolete dio varios doblones para cuadrar al toro y se perfiló en la suerte contraria. La suerte estaba irremediablemente echada. Zenón gritó en el último segundo de su vida y le dijo a Manolete que tuviera cuidado con el pitón derecho de Islero. Cerró los ojos y se imaginó la cara de Lupe Sino en el funeral de Manolete. Por fin, en el momento en que el pitón del Miura taladraba la piel de Manolete en la plaza de Linares, murió el fracasado torero de Albelda. Al día siguiente, España estaba de luto por la muerte de su hijo predilecto, y Kahito firmaba la crónica de la última tarde del genio de Córdoba en una corrida de feria en Linares. Al pobre Zenón lo amortajaron con el terno negro zaino que vistió el día que fue a hablar con Camará y que más tarde se quitaría para contraer la sífilis por acostarse con la vieja prostituta de Linares.
o Este cuentecillo lo publiqué en el libro Relatos Riojanos, editado por Diario La Rioja en 1995. (El dibujo es de Leza)
© Pablo García-Mancha
Pablo G. Mancha (Logroño, 1968) es periodista y escritor. Trabaja para diversos medios de comunicación.