Hay muchos toreros buenos, como vinos buenos, como músicos buenos. Pero grandes toreros, como grandes vinos o grandes músicos no existen tantos; es más, se cuentan con los dedos de una mano. Tenemos la suerte de que en La Rioja haya nacido y se haya macerado uno de los grandes artistas del toreo contemporáneo, una excepción cultural de una manifestación artística contracultural, resignada a la incomprensión aplastante y aplastada que vive ahora en la penosa contradicción de la horrenda diatriba política y de un cerco mediático incomprensible e interesado. De ahí la importancia de este galardón, que reconoce a un torero y su arte, su arte total y absoluto en el que a cambio de expresarse con su alma pone en almoneda su existencia. Curro lo vio y lo bendijo. Curro es urdialista como fue currista Camarón, que de vivir ahora sería también urdialista como Curro. Gracias a Urdiales también comprendí que la verdadera mediocridad es estar al lado de la grandeza y no darse cuenta, o no querer darse cuenta. O negarla y acorralarla en el silencio. Yo le sigo por el orbe taurino desde hace décadas y he encontrado gentes de toda condición que le persiguen donde torea porque en cualquier momento puede brotar ese no sé qué, esa música, ese cante, ese melodioso eco que escuchamos con los ojos y con los oídos vemos, que escribió el comunista peregrino de exilio español, insigne y escuchimizado José Bergamín. He visto a Diego detener el tiempo en Bilbao. Lo he visto roto y desmadejado, harto de torear y toreando en mi ascensor. Lo he visto solo y rodeado de personas nobles y sencillas como él, de tipos en México DF que le perseguían pidiéndole retratarse a su lado con un taco pastor en el bar Villamelones, al lado de una foto de David Silveti, que también adoró a nuestro Diego. Enhorabuena maestro.
o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja tras conocerse la concesión a Diego Urdiales de la Medalla de las Beellas Artes de La Rioja