Álvaro Lorenzo cortó una 'orejita' al sexto y el extremeño Tomás Campos protagonizó la faena de más enjundia
Ni la oreja de Álvaro Lorenzo en el último suspiro de la corrida pudo salvar el naufragio ganadero de la tarde. Un derrumbe protagonizado por los toros de Juan Albarrán que minaron cualquier posibilidad de lucimiento de una terna con un buen número de argumentos para hacer disfrutar a los aficionados. Pero no, corazón; los cornúpetas fueron un absoluto compendio de toda suerte de lastres y la corrida se fue despeñando por la melancolía de lo que no pudo ser. La cosa no empezó bien. Salió el primero, hondo, basto, grande y acorne; tras un refilonazo decidió echarse en mitad del ruedo, como un buey vencido, acaso un mulo agotado, un toro entero y grandullón derrotado en el albero como si le doliera el alma. Y es curioso, el animal había embestido con clase en el capote de Ureña con ese puntito de calidad imprescindible para abrirse en los vuelos. Pero ahí se le gripó el motor. El público estalló en un lógico alboroto y el presidente, con buen criterio, sacó su pañuelo verde. El miedo se instaló en el callejón porque peor no podía empezar la función. El acongojo duró hasta que el siguiente astado salió del puyacito sin caerse. ¡Un milagro! Se pegó un volatín, pero comenzó a embestir con dulzura y Paco Ureña lo lanceó con asiento y temple. El toro fue el de mejor clase del encierro y el diestro de Murcia lo entendió a las mil maravillas con la pañosa, jugando las muñecas en redondo y manejando las alturas con primor. No había emoción mas sí calidad. La media estocada fue suficiente para que doblara pero no para la oreja. Ni un pañuelo. Ureña cobró el mejor espadazo de la tarde al cuarto, una especie de toro semoviente en el que se empeñó en una faena interminable y vacía de contenido por la absoluta sosería del pupilo de Juan Albarrán, otro gigante con poca cara que se desentendió de la pelea. Pero lo cuadró, se perfiló con majeza y lo despenó con un soberbio estoconazo que penetró por los rubios con una inusitada lentitud. Decían los viejos cronistas que aquella suerte debía valer una oreja. El de Murcia se tuvo que conformar con una calurosa ovación. La mejor faena de la corrida la instrumentó el extremeño Tomás Campos al quinto. Toreo de pulso dormido con la muleta, de inaudito temple y compás que tuvo la virtud de ir de menos a más sonsacando del toro muletazos en redondo por abajo cosiendo la embestida a la muleta. Pisó el sitio que escuece, toreó incluso con la cintura y se esperó el triunfo gordo antes de marrar con la espada tras un primer encuentro en el que el toro perdió las manos justo en el instante del embroque. Después se le fue la mano y la posible oreja se volvió a quedar en otra cariñosa ovación. El único premio llegó al final y se la apuntó Álvaro Lorenzo tras una faena sin demasiado contenido en la que el joven torero de Toledo sí demostró su calidad en el toreo a la verónica, especialmente en dos lances mecidos por el pitón derecho. El toro se movió sin demasiada entrega y la obra se quedó en varias series de trazo rapidísimo y en una estocada eficaz por la que el santo respetable le solicitó al presidente una oreja de consolación, escaso bagaje para una tarde de la que se esperaba mucho más. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja