Urdiales, con su primero. Foto: Manu de Alba |
Ponce saludó sendas ovaciones y Roca Rey logró otro trofeo ante una decepcionante y feble corrida del Puerto de San Lorenzo
Importantísima oreja de Diego Urdiales ayer en Bilbao, la número once en su carrera en una plaza donde sentó sus reales hace casi una década con la inolvidable faena al victorino ‘Planetario’ y en la que se le espera en tono de figura. Y se dice que el triunfo fue importante porque el diestro de Arnedo estableció un diálogo lidiador con el primero de su lote, un ejemplar que superó en la tablilla los seiscientos kilos, pero que a pesar de su nobleza, tenía tendencia a reponer entre muletazo y muletazo y a quedarse en los vuelos haciendo constantemente hilo con los flecos de la muleta. Diego tiró de repertorio lidiador y de valor para quedarse en el sitio y ser capaz de ligar varias series con olés coreados por la afición. La faena tuvo varios capítulos. En el primero, el matador de Arnedo dio confianza al toro sin apretarle demasiado y limando sus deseos de buscar las tablas llevándoselo al platillo. Se lo sacó con enorme sobriedad y sin molestarle para darle confianza en la tanda inicial, a media altura y sin obligar demasiado en el final del muletazo para que el toro no se viera podido. Pero había un riesgo, que el astado, con tendencia a soltar la cara, desluciera los lances tropezando la muleta. Y en ese punto, apareció la maestría del riojano para templarlo con superior delicadeza. En el segundo capítulo de su obra bilbaína apareció otra condición del toreo esencial de Urdiales: el sitio que pisó para dejar la muleta en la cara por abajo y ligar con extrema precisión los derechazos. La plaza rugió, a Urdiales se le veía feliz y comenzó a sonar la música tras la orden del palco presidencial.
Plenitud
Era el momento culminante, la plenitud de una obra de orfebrería taurina de un matador que volvió a sacar a relucir la extrema dimensión de su desusada tauromaquia. Dibujó una serie en redondo colosal, muy reunido con el toro, con la suerte cargada y descansado todo el cuerpo en los talones para ligar tres muletazos de ese corte suyo tan antiguo, con esa naturalidad rota de su ademán relajado pero sin caer en el abandono ni en la cursilería. Todo en Urdiales desprendió serenidad y gusto, torería y sobriedad, sin asomarse jamás al precipicio de lo barroco o la impostura. Al final, con el toro ya muy vencido, lo acarició con su muleta y lo despenó de un soberano estoconazo. Oreja de peso en un Bilbao que lo tiene en los altares de su predilección. El segundo de su lote sacó cosas de los viejos toros de Atanansio cuando cantó su condición de manso desde que saltó a la negra y ferruginosa arena de Bilbao. Imposible sujetarlo con el capote y más difícil aún reunirlo con el caballo. Al final se fue al piquero de puerta donde recibió un picotazo con el que se cambió el tercio. El toro parecía que tenía cosas, básicamente por su movilidad. Pero cuando Urdiales le plantó cara comenzó a rebrincarse, a salirse suelto y en un derrote que le lanzó con el pitón contrario pareció autolesionarse merced a tan extraño ademán. Dicen los técnicos que se le rompió una pezuña, puede ser, pero la realidad es que fue el más deslucido y manso de la tarde. Se atascó Diego con la espada pero el público lo despidió con respeto porque con semejante materia prima era imposible el más mínimo lucimiento.
Un buen sexto
El mejor toro de la tarde fue el sexto, quizás la rendija donde pueda rebuscar la bravura perdida la buena familia ganadera de los Fraile. El toro tuvo son desde que embistió al capote de Roca Rey en los lances de recibo. Atanasio clásico, con mucha humillación y yendo a más en la muleta del peruano, que planteó su habitual faena. Series rápidas por ambas manos en los inicios y después, el arrimón del miedo logrando una inverosímil arrucina al final de la faena. La estocada fue extraordinaria y logró la segunda oreja de la tarde. Ponce estuvo por encima de su lote y fue ovacionado en sus dos toros.