Es invierno. Aprietan los aires revueltos. El frío se encarama por los tobillos prietos, por la taleguilla y como un caracol se introduce por la espalda breve y las costillas recompuestas de tantos palizones. Manos de fibra, dedos cincelados, de hueso duro pero de yema táctil como la nata, como las muñecas antiguas que se retuercen cóncavas y convexas para fusionar cada célula del hombre con la urdimbre inconsciente de las telas. Son dos arquitecturas microscópicas, dos eslabones perdidos que cuando se fusionan describen una gramática que supera al silencio y al tiempo para rescatar de los anaqueles más remotos las huellas de una manera de hacer que se escabullen en el compás más profundo de los viejos maestros. Me gusta imaginar cómo entrena Urdiales en las mañanas grises de invierno. Cómo estira su capote y lo mece sin temblor entre las caderas ateridas con el tranco imaginario del toro que en ese momento le acontece. Hay toros invisibles que disimulan que lo son pero Diego los ve venir, como los ha visto desde siempre. Por eso se suele deshacer de ellos sin jeribeques y a otra cosa. El invierno es granito, de toreo clandestino de plaza vacía, olés íntimos, zapatilla y manta por las veredas sin persignaciones. Cavilaciones, miradas secretas, toda la mente se enciende como por ensalmo. Caminata para que bombee el corazón y se llenen de calma los pulmones. Sudor con frío a la sombra, agua de nieve que llevarse a la boca para que sonría la primavera. No busquen certidumbres, aquí solo vale la vida, darse a ella sin pausa ni palabras trémulas que nos quiten el miedo. Es el toreo, nadie ha dicho que ésta sea la última palabra. o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja