Por Ignacio Sánchez Mejías
Ya finalizaba la faena, una eralilla cárdena salió a la placita, y con mucho brío y mucho coraje se arrancó varias veces al caballo de la tienta. Manó la sangre de los puyazos y como una sierpe se deslizó hasta la pezuña. Se iba el día: unas nubes negras y otras rosadas parecían caminar por los lomos de Sierra Carbonera. El monte bajo está cuajado de flores amarillas, la casa blanca de la vega y los verdes pinares tienen un color raro e indefinido. Belmonte sale de un burladero y con un capotillo engaña una y otra vez a la becerra. Juntas las manos lleva el capote en semicírculo por debajo de la cadera, con ese ritmo suyo que tan claramente se manifiesta en la media verónica. Los últimos destellos del sol se reflejan como un símbolo sobre la seda roja de su capa. Es la hora de Belmonte, cuando la luz se marcha de las plazas de toros y todo queda en el bravo espectáculo saturado de un color raro e indefinido que sólo acertara a describir Ignacio Zuloaga.