Más que triste salí ayer de La Ribera por el malísimo juego de los toros de Ricardo Gallardo que echaron por tierra cualquier posibilidad de lucimiento a pesar de la nobleza encastada del sexto, un toro con el que Castella dibujó una de sus clásicas faenas con un inicio de gran explosión en el centro del ruedo pero de mínimo contenido artístico, a pesar de la soberbia embestida del único animal potable de un deslucidísmo envío ganadero. Cuando se anunció que se repetía -sobre el papel- la histórica tarde del año pasado, mascullé hacia mis adentros que redoblar aquella jornada de tan intensas emociones iba a resultar una empresa harto difícil, especialmente porque los aficionados que siguen con interés el discurrir de la temporada taurina conocíamos al dedillo el deplorable año de la vacada dirigida por Ricardo Gallardo. Un año funesto en cuanto a juego y bravura que no pueden salvar algunos toros buenos que le han embestido de forma esporádica, tal y como aconteció ayer, en Sevilla o en Mont de Marsan. El porcentaje de toros inservibles de Ricardo Gallardo de esta temporada supera de largo el noventa por ciento, pero a los aficionados nos gusta creer en los Reyes Magos y siempre vamos a la plaza con la ilusión de que en cualquier momento puede aparecer el milagro. La corrida, además, no estuvo ni bien presentada, algunos astados fueron muy justos de cara y la mayoría de ellos por debajo de lo esperado. Toros flojos, dos devueltos y algunos como el primero que se sostuvieron en pie por la calidad de la muleta de Urdiales, que lo toreó al ralentí y que compuso los lances más artísticos y sentidos de la tarde. Pero no sé si por que era el primero o cualquier otra razón esquiva para mi inteligencia, la realidad es que el público de La Ribera no se enteró de lo que sucedía en el ruedo en esa faena inicial. Era el toreo y pasaba desapercibido; era un ejercicio de sutil estética, de muñecas rotas y antiguas, y la gente aplaudía mucho más en los pases de pecho que en los lances lentísimos del arnedano, en varios muletazos en redondo de cartel. El drama es que no sucede sólo en Logroño, llena más el movimiento y la ligazón que la templaza, por eso el toreo de Urdiales va a contrapelo de los gustos actuales y son los toreros de antes, como Curro Romero, los que lo paladean y hacen kilómetros para constatarlo, tal y como sucedió de nuevo con la nueva visita del Faraón de Camas a La Ribera. Así están las cosas en el toreo, donde se quiere vender al mismo precio el oro y la bisutería, la velocidad que el temple, el alma que la rutina. Artículo publicado en Diario La Rioja el 21 de septiembre de 2016