‘El Juli’ cortó dos orejas tras una actuación mayúscula y el de Galapagar, sin espada, dejó la faena de la tarde
Hubo naturales de puro silencio de José Tomás al astifinísimo ‘Carrillón’, naturales apolíneos, naturales de un tipo de cimientos sedimentados en mármol pero que parecían fluir con esa media muleta casi como un levísimo escorzo desentrañando los secretos del toro y si se me apura del toreo. Naturales sin música rota tras la voltereta, naturales con el compás de los sueños como si José Tomás estuviera encerrado en sí mismo y no fuera el punto exacto de las miles de miradas concéntricas que le observaban ayer en Illunbe como si se tratara de una aparición. La sublime lentitud de la segunda parte de la faena tiene visos de pasar a los anales de la tauromaquia más destilada posible. Toreo en tono de belleza, con ese clamor de los oles rotos, se oían las pisadas del torero, la respiración del toro, como si la plaza estuviera toda ella embebida en una comunión laica con el toreo, extraño silencio acorazado entre la muchedumbre atónita. Era el José Tomás más genuino, el de siempre, el de antes de su agujero más negro; José Tomás inalcanzable, sin otro sonido que el de su toreo mecido al compás de su misterio. Y la realidad es que hubo dos faenas en una. La primera de acople, con un toreo de aguante pero sin llegar a romper por ese palo ‘tomista’ y único, faena a derechas que había comenzado por estatuarios y que continuó después en un fragor más rectilíneo de lo habitual en el diestro de Galapagar. Antes, con el capote, había sublimado el toreo al delantal. Primero recibió al toro rodilla en tierra, con un sabor a Ordóñez con aroma a los años cincuenta del genio de Ronda. Después, se incorporó, ganó terreno y fue parsimonioso ligando los lances con una suavidad llevando la esclavina pegada a la cintura enroscándose la embestida del toro una y otra vez hasta rematar con una media verónica monumental. Qué manera de torear, que despacio todo, bárbaro el tiempo de cada lance, toreo de muñecas antiguas, de un genio que hace de cada tarde una aventura única hacia lo desconocido. La espada le privó de la segunda oreja, pero el toreo ahí había quedado, la revelación de un José Tomás insondable al natural. ‘El Juli’ se llevó el toro de la corrida, un sobrero de clase de Garcigrande, con el que dibujó una faena irrefutable, mayúscula en el orden ‘juliano’ y marcada por la rotundidad de sus lances, el ritmo sostenido de toda ella y el estocadón –salto incluido– inapelable. El torero de San Blas sacó esa raza suya de figurón máximo, de capacidad de batalla, y de toda la raza que ha marcado su carrera desde que era un niño. Toreo ligado en redondo y culminación con esa danza de las luquesinas. ‘El Juli’ como un torrente que no se quería dejar la batalla ni por su sombra y sacó todos sus argumentos ante José Tomás. El que esperara a un convidado de piedra no conoce quién en este torero, que tuvo el valor de responder a un escalofriante quite por gaoneras de José Tomás por zapopinas, ese lance colorido y mexicano que cuando llegó de México bautizaron con el apellido del propio diestro. Fue como la culminación de la batalla entre dos mundos, dos concepciones artísticas y dos estilos que marcan el toreo contemporáneo.
SEMANA GRANDE (SAN SEBASTIÁN)
Toros de Fermín Bohórquez, hondos, nobles y sin apenas chispa; Garcigrande (el 6º y el sobrero, que fue extraordinario y que tuvo clase, recorrido y duración.) y Domingo Hernández (2º, 3º -devuelto- y 5º), de buenas hechuras y muy astifinos. El primero de José Tomás, noble y sin fondo y el segundo de El Juli, muy deslucido. El 5º, un toro noble, de preciosa y serias hechuras; bueno y que tuvo un gran pitón izquierdo. Pablo Hermoso de Mendoza: Silencio y ovación. José Tomás: Ovación y oreja. ‘El Juli’: Dos orejas y silencio. o Esta crónica la he publicado en Diario La Rioja