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Miguel Pérez-Aradros |
Ayer era sábado pero Domingo Hernández (segundo hierro de Garcigrande, que era la corrida anunciada en Arnedo pero que nadie la vio) mandó a La Rioja una auténtica ‘gayumbada’, que en la jerigonza taurina expresa a las claras una limpieza de corrales en toda regla, con bureles asombrosamente mal construidos que hicieron dramáticamente imposible el milagro de la embestida emocionante. Domingo de ‘gayumbada’ en una tarde de sábado de frío pelón y de niebla pegada como una lapa al Isasa y a las diferentes estribaciones que abrazan la industriosa ciudad del calzado. Todo perfecto (o casi todo) hasta que comenzaron a salir por toriles los ‘gayumbos’ de Domingo, seleccionados por Justo Hernández (ganadero titular) y no se sabe muy bien qué pléyade de veedores. Pléyade seguro que eran, veedores lo dudo, a no ser que fueran a la contra de los intereses de los dos toreros que hicieron el paseíllo ayer en Arnedo: el riojano Urdiales (que le ha mirado un tuerto con esta ganadería en su casa) y Alejandro Talavante, eficaz con la espada, variadísimo con el capote y tremendamente listo con la muleta en ristre para aprovechar como él solo sabe los resquicios que le dieron sus toros y abrir la puerta grande de Arnedo en una tarde en la que anduvo con una superioridad brutal por el ruedo. Tan superior estuvo Talavante que en ocasiones a su toreo le falta profundidad, compromiso cierto. Ayer cortó tres orejas y no hay nada más que objetar, pero me cuesta recordar lances suyos auténticamente buenos, templados, reduciendo la embestida, embraguetándose por derecho con el toro. Me dejó una cierta sensación de muleta volandera, de empeño en muletazos invertidos, arrucinas, bernadinas y todo un arsenal de fuegos artificiales que no puede tapar la ligereza de su toreo. Hubo un punto de intrascendencia en su actuación que me despista y que desconozco a ciencia cierta a qué se debe. Ojo, Talavante no estuvo mal, pero sí muy lejos de esa capacidad suya innata para torear sin aderezos: es decir, para torear.
Diego Urdiales vivió una tarde casi imposible, una tarde dura, auténticamente a contrapelo. Tres toros prácticamente imposibles por mansos, secos e inadvertidos, como ese primero con el que rompió la corrida y con el que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para lograr series en redondo con ese final roto por abajo. O el tercero, con el que se extendió –quizás demasiado- y al que dibujó dos naturales excelsos en un océano de esfuerzos baldíos. Todo esto, rematado por el mansísimo quinto, castaño, acaramelado de cuerna, y un baldón para cualquier ganadero que se precie de ser tal cosa. Y con esa cosa, Urdiales obró el milagro con el capote con un saludo a la verónica inverosímil, de esos con los que en Sevilla se arranca la música por la precisión y la belleza del sutil lance, con el torero arrobado y el toro prendido de esa cadencia tan imposible como rara y extraña pero que a Diego le surge con una naturalidad sin concesiones. Y ahí quedó la cosa, porque la fiera se convirtió en un ‘gayumbo’ febril y comenzó a correr por el ruedo como un alocado fan tras la estrella tras un concierto. Y detrás Urdiales, queriéndola torear a sabiendas que era una misión prácticamente imposible. Lástima que una tarde de tanto postín no contara con una corrida como el día merecía y sí con seis ‘gayumbos’.
o Una reflexión que publiqué el pasado domingo en Diario La Rioja