lunes, 21 de septiembre de 2015
El milagro del toreo lento
Hay un milagro en el toreo casi imposible de explicar. Resulta que va un toro y embiste a toda velocidad. Y de pronto, sale un señor bajito, con una especie de trapo rojo, se lo pone así, sin el más mínimo aspaviento, y aquella velocidad endiablada se desvanece. El toro de Jandilla de ayer tenía carbón, una especie de pezuñas aladas, una forma de moverse que hizo que los primeros tercios se llenaran de interrogantes y desconciertos. Se colaba por allí, se vencía por allá, se frenaba, acometía en manso, con ciertas oleadas, con muchos descompases. Entonces, salió Urdiales, (bajito sí, pero fibroso como un sarmiento), tomó la muleta con la mano derecha y comenzó a consumar ese milagro de la reducción casi como por ensalmo. Tremendo corazón, escogida parsimonia, para dejar al toro al final, como una naturaleza muerta. Le robó la bravura, el genio de los capotes. Al tercer lance por la derecha lo tenía comiendo en su mano. ¿Era un milagro? No sé si tanto, pero era el toreo, que a mi cada vez me parece un hecho milagroso por lo inaudito, por las pocas veces que surge, por su dificultad extrema, por el compromiso que requiere abandonarse a la suerte de tu inspiración, no al armazón técnico de las faenas preconcebidas. No se puede embestir más rápido y torear más lento. ¿Acaso fue un espejismo? ¿Me lo estaré inventando? ¿Lo he soñado? Diego Urdiales, en un más difícil todavía, tomó la muleta con la izquierda, aquel pitón por el que se vencía a las cuadrillas y en los capotazos iniciales, y lejos de cualquier violencia, se arrebató en la quimera de asirlo con la yema de los dedos. A más violencia del toro, más suavidad del torero riojano; a más dificultad, más compromiso, más torería más arte. Justo en ese momento, el Jandilla ya era una naturaleza muerta. Estaba sumido y consumido por la grandeza del señor bajito y su muleta. Ni un tirón, ni una violencia. Y lo había vaciado. ¿Milagro? No, queridos amigos, torería. Esa forma de andar por la vida y por los ruedos que lo hace diferente a todos, único en su especie, inteligente en su pureza. La tarde fue de momentos, como esa atronadora ovación al romperse el paseíllo. Comunión máxima y absoluta de La Rioja con su torero. Después llegó el brindis a Curro Romero, dos toreros esenciales en el sentido etimológico y cabal de la palabra. Si uno reduce todos de ellos queda su torería, es decir la esencia, esas gotitas escogidas de su alma que cuando se desparraman todo lo inundan. Y esa plaza de Logroño, con la mejor entrada de la feria, coreando ¡torero! ¡torero! como un solo hombre al diestro de Arnedo. Fue un faenón como se se ha dicho, pero no conviene olvidar cómo toreó al primero con la muleta y con el capote, hubo tres verónicas por el pitón izquierdo –de cadera a cadera– descomunales. El mentón dentro, la cadera rota, el vuelo mecido. Oro puro, gran vino, aroma de muñecas antiguas. Diego Urdiales ha salido seis veces por la Puerta Grande de La Ribera. Y aunque los números no sean fórmulas matemáticas para explicar el valor de una faena ni el compás de un torero, deja bien a las claras el compromiso de este torero para con su plaza, con La Rioja y con el toreo. No me puedo olvidar para terminar este apunte ni del valor de José Garrido ni del pobre nivel que dio ayer José María Manzanares en La Ribera. El joven diestro se jugó el pellejo y el torero alicantino pasó como alma en pena, superado por la tarde.