Francis Wolff ahonda en el hecho taurino: «La muerte se ha convertido en algo vergonzoso y por eso la negamos»
Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro y sin el riesgo de la muerte del torero, que asume la violencia del toro bravo.
La primera emoción que se siente en una plaza es la admiración. No somos crueles ni sádicos; ni tampoco la corrida es tortura (eso es hacer sufrir a un ser humano indefenso).
Escribe el filósofo francés Francis Wolff que «el respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la civilización. No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida en general. De hecho, sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se alimenta sin cesar de la vida. Un animal es un ser que se alimenta de sustancias vivas, sean vegetales o animales. Proclamar por tanto que todos los seres vivos tienen derecho a la vida es un absurdo ya que, por definición, un animal sólo puede vivir en detrimento de lo viviente». Ésta es una de las reflexiones de la obra ‘Cincuenta razones para defender la corrida de toros’, un libro esencial en estos tiempos de ‘caza de brujas’ de un sector muy determinado de la política contra el fenómeno taurino.
Y es que como dice Wolff, catedrático en la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, la muerte del toro es el fin necesario de la corrida. «Podríamos enumerar razones utilitaristas, como que el toro está destinado al consumo humano y en ningún caso puede volver a servir para otra corrida. Pero esto no es lo esencial. Las verdaderas razones son simbólicas, éticas y estéticas. Simbólicamente, una corrida es el relato de la lucha heroica y de la derrota trágica del animal: ha vivido, ha luchado, y tiene que morir. Éticamente, el momento de la muerte es el «instante de la verdad», el acto más arriesgado para el hombre, en el que se tira entre los cuernos intentando esquivar la cornada gracias al dominio técnico que ha adquirido sobre su adversario en el desarrollo de la lidia. Estéticamente, la estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la totalidad y la perfección de una obra.
La ética del toreo está repleta de códigos. Uno de ellos es esencial: «Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida sólo se puede dar muerte poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho de matar al animal».
Contrariamente a lo que muchos aducen, al toro se le distingue como un ser vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y con una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas veces se le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso se le aclama como a un héroe.
Los animalistas defienden que como «todos somos animales», deberíamos dispensar el mismo trato a los animales que a los hombres. Pero se equivocan, asegura Wolff: «Es justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene deberes hacia ellos y no al contrario. Estos deberes no pueden, en ningún caso, confundirse con los deberes universales de asistencia, reciprocidad y justicia que tenemos para con los otros hombres en tanto que personas. Sin embargo, está claro que tenemos deberes hacia algunos animales». A priori hay tres formas de relacionarse con los animales. A los animales de compañía les damos afecto a cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral traicionar esa relación, por ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de una autopista. A los animales domésticos les proporcionamos ciertas condiciones de vida, a cambio de su carne, leche o cuero...; por eso, es inmoral considerarlos como meros objetos de producción sin vida, como sucede en las formas más mecanizadas de la ganadería industrial; pero no es inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido criados. Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos liga ninguna relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una vinculación con la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la biodiversidad, luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas especies amenazadas. Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos, que no son animales propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes? ¿Qué deberes tenemos para con ellos? Esto responde Wolff: «Preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso) conforme a su fiereza natural».
Reivindicamos la ecología y apostamos por una de las últimas formas de ganadería extensiva que existen en Europa, por la biodiversidad y un ecosistema único en la dehesa.
La moral prohibicionista tiene grandes peligros. Hoy la han tomado con los toros. ¿Y mañana? ¿Con la caza o la pesca?
La palabra animal es mentirosa. No es lo mismo un perro, una pulga o un toro bravo y su acometividad. / Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja.