Foto: André Viard / Terres Taurines |
Si Berlanga hubiera sido francés no tengo la menor duda de que hubiera depositado su mirada en Céret para dibujar cualquiera de sus magníficos guiones. Céret es algo así como la España de 'La vaquilla' pero con los labios pintados a guisa de Edith Piaff, sin guardias civiles pero con cromáticos alguacilillos tocados con la tricolor republicana de la ‘grandeur’ como un punto y aparte en un océano de senyeras catalanas, barretinas y hasta la estaca de Luis Llach, que sonó a la muerte del quinto coreada por toda la plaza al unísono. Céret es tan torista como independentista. Ruedo diminuto, escueto, mínimo y sobre él un toro superlativo, un torazo sobre el que gira toda la corrida, con la suerte de varas como clave de bóveda del festejo. Si no hay caballería poco importa la épica, porque aquí la lírica o el toreo mismo dan la sensación de que no interesan absolutamente a nadie. En este coso jacobino lo que gusta son los huevos, bien a la catalana o con butifarra de torero. Serán muy independentistas, pero en el fondo lo que les priva es la violencia de la Marsellesa, la batalla, la pelea del hombre contra la bestia y con un toro que dicte la ley del más fuerte, como en Waterloo o en los bosques de las Ardenas. Quizás por eso uno tiene la sensación de sumergirse en una corrida decimonónica: un sol inclemente en el horizonte de un cielo surcado por las balbuceantes estribaciones de los Pirineos y la plaza atestada de aficionados como en lata, adheridos a la piedra y embalsamados los unos con los otros por el mismísimo sudor del fuego. Y allí los toreros, con la vida trepándoles por la garganta pendientes del hilo invisible de la lidia, una lidia que apenas ven como les sucedió con el primer toro de Urdiales, un animal incierto y probón al que quisieron otorgar vitola de bravo. Diego lo intentó llevar a buen puerto, a sabiendas de que iba a ser imposible, a pesar del primer atragantón con el capote y el susto que se llevó con la muleta, en el que se quedó a merced de unos pitones que milagrosamente no hicieron por él. Como es marca de la casa sorteó el peor lote en una corrida desigual de Adolfo pero seria como si fuera de Madrid; baja, entipada y con tres astados de muy buenas condiciones, los dos de Encabo (especialmente el primero) y el sexto de la tarde, al que Fernando Robleño cortó la única oreja de la corrida y de toda la feria, tras una lección de entrega y raza. Sin embargo, los mejores muletazos de la corrida llegaron de la mano de Urdiales, que logró con el aplomado quinto algún natural al ralentí que, sin embargo, pasó desapercibido para la berlanguiana afición, más pendiente de la leña del toro que del temple del torero. o Esta crónica la he publicado en Diario La Rioja
FERIA DE CÉRET
Toros de Adolfo Martín, bien presentados, muy serios y de juego desigual.
Destacaron el 1º, 4º y 6º. El primero de Urdiales fue muy peligroso y el segundo de su lote se vino abajo muy pronto. El 3º, devuelto. Sobrero del mismo hierro, feo, alto y sin raza. Luis Miguel Encabo: Silencio y ovación. Diego Urdiales: Silencio y silencio tras aviso. Fernando Robleño: Silencio y oreja tras aviso. Plaza de toros de Céret (Francia): Llenazo. Domingo 12 de julio. Última de feria.