Chenel debe de atisbar el horizonte con su mirada. Es más, seguro que si se lo propone se marca un sudoku entre toro y toro o se enreda divagando con un libro de Jünger o Nietzsche, ‘Así habló Zaratrusta’, por ejemplo. Y es que este precioso caballo reina en la plaza con su prestancia, con su tersura de lino, con ese cabalgar a dos pistas para llevar al toro tan consentido en el estribo que cuando parece que está todo resuelto y que no se puede arriesgar ni una décima más, se enrosca en sí mismo con un ademán flotante y lo vacía con un trincherazo pegado a tablas que a veces tiene la firma y el aroma de Chenel Albadalejo; es decir, de ‘Antoñete’ mismo, aquel torero del mechón blanco con el que Pablo lo bautizó. Y es que Chenel, el caballo, es la ciencia y la esencia, la audacia y la abundancia, y en estos tiempos de crisis da gloria verlo con ese derroche tan suyo de supina torería por el ruedo, con banderillas de luz como espigas aladas, o con esa templanza infinita dando una vuelta cosido a las tablas con el toro clavado en su sino, pero sin llegar a rozarle, pero sin alcanzar ni por asomo la brillante piel castaña donde se cobija. Pablo Hermoso de Mendoza ha compuesto a lomos de Chenel una sinfonía descomunal, una obra de arte auténtica, una demostración total y absoluta de las razones por las que la historia lo recordará como el mejor torero a caballo de todos los tiempos, como el creador de un lenguaje único basado en la autenticidad, en el equilibrio de fuerzas, en la distancia justa y precisa para citar al toro sin la más mínima ventaja para llevarlo sometido en unos imaginarios vuelos que en realidad es la anatomía de este caballo. Hermoso de Mendoza ha contado con un aliado memorable: Chenel, este precioso castaño hijo de Gallo, el maravilloso animal que ya no tiene medida para hacer diabluras, para acometer el toreo como sólo se ha visto con el jinete navarro: banderillas casi caminando lentamente para llegar al supremo momento de la batida lo más ajustado posible y con la suprema verdad del toreo de frente, galopes de costado ofreciendo el alma para meterse por dentro escamoteando al toro en el último momento su grupa haciéndola invisible; es decir, lo que Domingo Ortega describió como cargar la suerte al mismísimo Ortega y Gasset en el Ateneo de Madrid, pero montado en un caballo; es decir, torear, sentir como se detiene tiempo, como se saborea la bravura hasta el final, hasta el aliento definitivo del morlaco.
o Fallece 'Chenel', el caballo estrella de Pablo Hermoso de Mendoza