El compás es una de esas palabras que unen el toro con el flamenco y que en ambas expresiones artísticas pertenecen sólo a los elegidos por el destino. Y lo cierto es que su definición siempre ha sido una aventura complicada. De hecho, se puede cantar con ritmo, igual que torear con ritmo y carecer compás. El compás es algo profundo, esquivo, es una especie de inmediato desvarío, una sensación única de encuentro entre la embestida templada de un toro y un capote o una muleta, o como vimos en Arnedo, con un rejoneador y su montura. Se torea a compás cuando lo que se hace se siente con el corazón, o más allá, con el alma. Ayer, hubo un momento en la corrida de Arnedo, que sentí ese chispazo del compás genuino, no del toreo abierto a las interpretaciones técnicas, a los abismos del duelo o a la mera sensación de hermosura. Se puede torear bonito, como lo hizo Andy Cartagena con sus cabriolas y corbetas, con las piruetas en la misma cara de un toro ensimismado o por lo circense de su doma de alta escuela. Pero torear bello es otra cosa, es una esfera difícil de alcanzar, y el toreo de Diego Ventura a lomos de ‘Nazarí’ en el quinto de la tarde fue la sublimación exacta de lo que supone ese algoritmo indefinible que sólo se alcanza cuando se torea a compás. El caballo a milímetros de los belfos del toro. Un ritmo sedoso de su cuerpo, los apoyos del animal como si estuvieran flotando por el ruedo. Todo dibujado con el torero con su mentón hundido y ni un aspaviento gratuito que pudiera romper la maravilla del temple. Lentamente, muy despacio, de tal suerte que parecía que entre la res y el caballo, además de no caber ni un alfiler, existiera una especie de imán metafísico en el que se conjugaban la inteligencia del rejoneador, la doma exquisita del équido y el instinto del toro. Realmente portentoso el juego de pareceres y saberes, de control de unas riendas manejadas con una dulzura tan invisible que parecía que no existían. Pero estaban allí, dictadas con inteligencia, casi con la yema de los dedos para hacer que las patas del caballo se redondearan alrededor del burel tan despacio que apenas se levantaba polvo cuando se fraguaba la faena. Fue una locura. Duró sólo con ese caballo mágico llamado ‘Nazarí’, pero la estampa no creo que se me olvide nunca.
Sergio Domínguez montó una tremolina con ‘Gallito’ en su primero en la banderilla más arriesgada de la tarde. El toro se venía con un galope sostenido, sin mucho brío, pero con el suficiente empuje para causar emoción en los espectadores. El rejoneador calagurritano colocó su caballo un pelín más allá del tercio, y comenzó a andar hacia atrás con su caballo. El toro se arrancó en ese momento con bastante más violencia, y el rejoneador calagurritano fue sosteniendo la embestida caminando levemente con el caballo hacia las tablas, hasta que en el último momento, y cuando parecía imposible dar salida al toro, pegó el quiebro y colocó la banderilla en todo lo alto. La ovación fue estruendosa.