Juan Moneo ‘El Torta’ se presentó en Logroño y dejó bien claro que
su cante es exclusivamente suyo, que su expresión artística no está
sujeta a los vaivenes de las modas o al dictado de lo que impongan ni
los tiempos ni las obligaciones. Juan Moneo es un ser libre con un
espíritu inquieto, un flamenco jerezano que canta con especial solera y
que no realiza ninguna suerte de concesiones. Quizás, su arte suene
tan rancio porque destila la virtud que sólo poseen los artistas más
auténticos. En él nada está sujeto a lo convencional, por eso es así,
descarnado e infatigable; a veces remolón, pero nunca hueco. Su cante,
su estilo, su fuerza, es el eco inmemorial de algo que se aprende desde
chiquetito, pero a lo que no se puede llegar por el estudio metódico. ‘El Torta’, cuando era niño, aprendía de sus mayores, se sentaba
al lado de ellos y allí, callado como una ameba, iba recogiendo como
una esponja esos cantes de la plazuela, los desconsuelos, los sabores
de las fiestas, su fatigas, el rajo y un compás de ese rincón del sur
tan absolutamente inimitable. Pero la verdad es que el concierto fue
hermoso aunque no trepidante, porque para disfrutar plenamente de los
ecos de Jerez hay que tomarse las cosas con cierta parsimonia y ‘El
Torta’ anduvo un punto acelerado, sobre todo en la primera parte de la
actuación, ésa que remato al golpe de sus bulerías personales, que las
apedilla así quizás por su desigualdad, pero en la que dejó algún
requiebro a compás más que destacable. Singularmente hermososas fueron
las alegrías de los inicios, en las que navegó como en Jerez se sabe,
arrastrando las sílabas y dejando un quejío completamente distinto al
de los ecos de Chano Lobato: «Mismo cante y dos cantaores; dos
sentimientos distintos y ecos dispares. Eso es el flamenco, ¡señores!».
Pero tras el descanso llegaron los mejores instantes de la
actuación, sobre todo en tres momentos: el martinete, la siguiriya y la
bulería dedicada a Rafael de Paula, donde se gustó sobremanera y en la
que la accesibilidad del cante hizo que el público conectara con él en
los momentos de más entrega de este cantaor, que está renaciendo de
unas cenizas a las que le llevó su mala cabeza y los avatares de la
infortuna.
Tras el receso, ‘El Torta’ se marcó un cante por martinetes
–también llamada toná, debla o carcelera– de los que dejan huella. Con
el silencio el cante parece engrandecerse y la voz de este flamenco
alcanzó momentos de especial belleza. Como en la siguiriya, en la que
alcanzó su cénit de inspiración. ‘El Torta’ parecía, por momentos, desangrarse en un imposible
combate con el universo, con su propio yo, con la vida. Si alguien
quiere saber qué son los sonidos negros que se acerce a este cantaor y
se los susurre. Acabó con una belleza en forma de bulería, decicada a ese genio de
la muleta llamado Rafael de Paula, el torero más onírico y espiritual
de todos los tiempos. Y en este cante, ‘El Torta’ se cebó. Un buen
concierto de un flamenco que parece renacido. o Esta crónica la publiqué en 2005 en Diario La Rioja