Cualquier corrida de Garcigrande suele ser garantía de embestidas nobles, entregadas y pastueñas.
Y en el festejo de ayer en Arnedo hubo cuatro buenos toros de seis: tres se los llevó El Juli, que estuvo cumbre, variado, profundo, inteligente y torero hasta decir basta, y uno fue para Diego Urdiales, el primero de su lote, con el que cuajó una templada faena que a la postre le valió la única oreja que cortó. Los otros dos astados fueron malos sin paliativos, especialmente el sexto, que resumió con sus nulas y sañudas embestidas ese sino desesperante que acompaña al riojano en los sorteos. Pero más allá de este torvo acontecer con la para él esquiva diosa fortuna, a Diego se le vio superado por las adversas circunstancias en este último ejemplar.
El de Arnedo insistió e insistió en sacar agua de un manantial sin fondo y lo más inteligente hubiera sido cortar la faena, despenar al toro cuanto antes y a otra cosa. Sin embargo, el torero alargó el trasteo inútilmente y pasó un quinario para cuadrar al cornúpeta y pasaportarlo al infierno de la mansedumbre, ese lugar del que nunca debería haber salido. Con este tipo de astados no hay faena posible y en el fondo, desnudan a los toreros porque el lucimiento es utópico.
Le pudo el ansia, sin duda, pero cuando no es posible atravesar una pared que no tiene puertas, lo mejor es saltársela o rodearla. Sin embargo, yo, que conozco, respeto y admiro a Diego, me atrevo a decir que no lo vi tan fino y tan despejado como en otras ocasiones. ¿Le pesó su público? ¿fueron las circunstancias? Algo le sucede con la espada, eso es evidente. No lo ve claro porque en los siete toros que lleva en esta temporada no ha sido capaz de refrendar ninguna faena con una sola estocada de las que él acostumbra a ejecutar. Y eso, de vedad, me preocupa. Como les decía,
la tarde fue de El Juli: un tipo que manejó los tres toros a su antojo y con el que aluciné con su faena científica al tercero de la tarde. Fue una demostración total y absoluta de la capacidad que tiene para imponerse a un animal al que fue convenciendo jugando con las alturas del engaño, las distancias y los terrenos hasta hacerle pasar exactamente por dónde él se había propuesto; el toro sacó un fondo impresionante y embistió por abajo persiguiendo los vuelos de la muleta con gran emoción.
Pero también hubo cosas que no me gustaron. La primera, la espada: las tres estocadas traserísimas como consecuencia de su forma de entrar a matar con ese salto tan ventajista y antiestético; la segunda, que abuse tanto de la genuflexión para buscar la profundidad en los muletazos. Admiro a El Juli cuando logra esa hondura toreando más vertical (es decir, el toreo). El resto, genial. Es la máxima figura, el torero completo, el líder del escalafón y el que soporta sobre sus hombros el peso de una fiesta que cada día le necesita más.
En cuanto al palco, es de sonrojo regalar orejas tras varios descabellos en este festejo de marzo cuando en la Feria del Zapato de Oro la exigencia es mucho mayor. No puede ser que se dé todo al hombre rico y que abunde la racanería con los que empiezan. O todos o ninguno. Por cierto, no me parece de recibo esa hostilidad de algún sector de la plaza con su torero. No lo entiendo. Es posible que haya nacido en Arnedo el diestro más puro del actual escalafón y que sea la suya la plaza más fría y exigente con él de cuantas transita. ¿Por qué somos así los humanos? Ahí lo dejo. / Esta crónica la he publicado en
Diario La Rioja; las fotos son de
Carmelo Bayo