Al doblar el quinto de la tarde, después de jugarse las femorales, el porvenir y la vida misma a sabiendas de que el victorino aquel no decía nada y que casi nadie había reparado ni un segundo en el esfuerzo sobrehumano que acababa de hacer, a Diego Urdiales se le debió de venir el mundo encima. Montera enfundada, mirada triste que se perdía por los tejadillos del imponente coso; la garganta seca, reseca diría yo. El corazón todavía zaherido por las pulsaciones retenidas, el alma un punto deshabitada. No había consuelo ayer para Diego Urdiales, no era posible decir palabra alguna para relamirse de tanto dolor, de tantas ilusiones arrinconadas una vez más en una tarde trascendental en un año que se prometía tan feliz, tan esperanzador, tan diseñado para asaltar las cumbres de la tauromaquia.
Diego Urdiales volvía a Las Ventas a jugárselo todo ante su ganadería talismán, ésa que nunca le ha fallado y con la que ha dejado tardes memorables en esta plaza y en otras como la de Bilbao o Logroño sin ir más lejos. El riojano sabía que su cotización del año de la sideral crisis dependía casi como nunca -o como siempre, según se mire- de Madrid, de su reencuentro con los grises de Albaserrada, y una vez más, los dichosos papelillos del sorteo volvieron a enviar sus esperanzas al sórdido callejón de la frustración, a ese desencanto sostenido e inaudito que marca sus comparecencias en el foro hace ya ni se sabe cuántas tardes. El primer toro de la corrida fue una auténtica perita en dulce, un bombón de nata, un dechado de calidad con el que Ferrera anduvo tan templado como falto de resuello para apurar su nobleza hasta el final. Pensábamos lo mejor. Pero salió Minoico, que parecía una lagartija por su escurrida anatomía a pesar de lucir dos pavorosos pitones, y se armó la tremolina en los tendidos. No gustaba su pequeñez y la cosa se puso a la contra a pesar de que se lo dejó crudo en el caballo. Diego sabía que tenía alma de alimaña y se lo sacó por bajo con muletazos mandones y precisos hasta el mismo centro del ruedo, donde le planteó un cara a cara tremendo pero sin opciones. El toro, imposible por el izquierdo, ni humillaba ni se desplazaba por el derecho. Lo intentó todo, mas la suerte estaba absolutamente decidida. Tras dos pinchazos, lo tiró sin puntilla de un espadazo fulminante que mandó al artero toro al otro barrio. Salió el tercero y fue sensacional. Compareció el segundo de Ferrera y enseñó un buen pitón izquierdo y llegó el quinto, bautizado Majito, y el riojano volvió a estrellarse con otro astado imposible por soso y agarrado al piso. No lo picó, lo cuidó con mimo y comenzó la faena ganando terreno por abajo y un molinete ligado con el de pecho absolutamente descomunal. Pero el toro se paró en seco y el arnedano se pegó un arrimón sencillamente impresionante. Logró, y que a nadie le quede la más mínima duda, los muletazos más templados, profundos y sentidos de la tarde. Pero era el antitoro de Madrid, ése al que nadie le echa cuentas en Las Ventas aunque se pusiera delante de él el mismísimo Juan Belmonte que hubiera resucitado.
Diego Urdiales, una vez más, se las vio con su porvenir y el destino le jugó una pasada agria, ronca, incoherente si se quiere, pero inapelable. Es su sino y él tiene todos los argumentos en su muleta y espada para cambiarlo. No es ni será la primera vez que es capaz de conseguirlo. Al tiempo.