La situación de la economía nos despierta cada mañana con un apocalipsis. Cada jornada los periódicos vomitan peores noticias sobre la situación de nuestra prima de riesgo, del déficit o esos malditos recortes que tanto nos asustan. De un lado se venden los tijeretazos como la única solución posible para capear el temporal; del otro se asegura que se están sobrepasando las líneas rojas que atentan directamente contra nuestro confortable estado del bienestar. Sin embargo, a medida que arrecia la polémica, el mundo en el que vivimos se va desmoronando y la sensación de ingravidez de nuestros políticos se acrecienta. Es tiempo de recortes, no lo dudo; pero básicamente es tiempo de reformas, de reconstrucción de la sociedad en todos y cada uno de sus argumentos, desde las pequeñas empresas a las grandes corporaciones y esos truños ministeriales –sean nacionales y autonómicos– que dormitan como un Leviatán perezoso sumidos en la misma dinámica que cuando las vacas eran gordas. La reforma es tan necesaria en España que casi podría llamarse reconstrucción nacional, desde la educación (sin olvidar el lamentable estado de nuestras universidades) hasta la racionalización microscópica de las administraciones públicas. El Estado ha crecido de tal manera que todo en nuestra sociedad está relacionado, mangoneado y supervisado por esa superestructura irracionalmente digna en la que se parapeta cualquiera de nuestras necesidades. España camina por la senda de su demagógica autodestrucción impelida por la continua necesidad de invocar al celo protector de nuestros guardianes del centeno. Quizás haya llegado el momento de la liberación, de la superación individual para afrontar el hecho de que nadie nunca jamás no va a volver a dar una subvención.
/ Este artículo lo he publicado en
Diario La Rioja en una sección que aparece los jueves y que se titula
Mira por dónde.
