Todos los sábados me pongo chándal. No se asusten, no pretendo lograr ningún récord ni me van a ver corriendo por los parques como si me fuera la vida en ello. Lo hago para mimetizarme con mis hijos y acompañarles a sus partidos de fútbol y baloncesto. Vaya por delante que estoy convencido de que la práctica de un deporte es divertida, solidaria y sana. Sin embargo, tengo la sensación de que muchos padres pervertimos ese imaginario y volcamos nuestras frustraciones sobre ellos. Es decir, imaginemos que como yo mismo no nací ni parecido a Messi ni a Gasol, tengo el íntimo anhelo de que cualquiera de mis retoños sea capaz de emularles y hacerse ricos de paso. Llevo muchas matinales deportivas por toda suerte de competiciones y cada día lo paso peor: padres efervescentes que se sueltan el pelo llamando imbécil a un árbitro de catorce años o retándole a vérselas con él cuando termine el partido, entrenadores gritando como posesos a la mesa, a los trencillas o, incluso, a los espectadores del equipo contrario. Es como poner la tele y contemplar una retahíla infinita de desplantes, malos modos, chulería y falta absoluta de civismo. ¿Se fomenta así el espíritu deportivo? ¿Qué pensará un crío cuando ve a su madre o a su padre acosando a un árbitro por un falta personal o por un fuera de juego? Me estoy cansando de tanta competividad pervertida en una especie de desafío al futuro. La semana pasada salí abochornado de un polideportivo por un padre y por un entrenador que parecían fuera de sí y que instalaron en la cancha y en las gradas un ambiente realmente insoportable y violento al máximo. No quería nada más que irme de allí y llevarme a mi hijo lejos, muy lejos.
o Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.