Silenciosas. Varadas en un espacio que parece desolado, desnutridas entre grafitis, toscas pintadas y exabruptos, ninguneadas por una ausencia absoluta y radical de miradas. Hastiadas, resecas, yertas, olvidadas, se diría que casi muertas... Así se encuentran las esculturas de Miguel Ángel Sáinz que inauguró el Rey de España en 1995 en una placita con forma de anfiteatro en la calle Obispo Rubio Montiel de Logroño, en lo que era el patio de atrás de la derruida residencia sanitaria. El grupo de nueve piezas (seis músicos y tres singulares espectadores) lleva la friolera de 17 años en una especie de exilio interior en la capital. Antes permanecían aplastadas por la rutina, el dolor y las prisas de un macrocentro sanitario de referencia; ahora laten sin apenas aliento frente a un solar vacío y plano, en una descarnada intemperie inmerecida para la profundidad y la originalidad de una obra tan poderosa como sugerente, tan ávida de ser escuchada. Hace unos días me topé con ellas casi de casualidad y puse mi oreja al oído de un pianista que parecía llorar con los ojos tapados por la mugre de los graciosos, con unos dedos pintados que no tiritaban por la cantidad de dignidad que les protege, aunque en el fondo se les escuchaba sollozar. Narices rotas, espaldas arañadas y marcadas por las tropelías de los que ni sueñan ni alcanzar a saber qué significa ni el talento ni el respeto. Las esculturas de Miguel Ángel Sáinz se nos mueren entre la indiferencia de ciudadanos e instituciones, entre el crepúsculo de las noches de hielo y el sol de un verano que siempre es tangencial en este escenario aparentemente desprovisto de futuro pero que reclama algo más que ese dejar pasar las cosas hasta que simplemente desaparezcan.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que a aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.