A estas alturas de mi vida no me queda más remedio que confesar que no estoy para memeces. Me gusta ir al grano, aunque disfruto pérfidamente con la complejidad de las malicias sin maldad, de las acciones que arañan sin doler y de los jueguecitos de alcoba. ¿Usted no? A estas alturas de mi vida; es decir, con un hijo en el instituto, la hipoteca varada y un coche lleno de kilómetros, no soporto que me vengan con monsergas. Por eso me supera esta hoguera de las vanidades en la que se han convertido las campañas electorales: un circo sin gracia habitado por payasos con maquillaje y muecas que mueren por no decir lo que nos va a matar. No soporto su pedantería, la voz falsamente engolada de sus discursos huecos, esa forma que tienen de besar a los niños mientras roban las carteras a sus papás. Rubalcaba no dice nada porque la nada es su propio discurso (viene de ella y a ella va) y Rajoy esconde sin escrúpulo alguno lo que piensa hacer porque sabe que el futuro es mucho peor de lo que podemos imaginar. ¿Nadie tiene la culpa de este desaguisado? Sí. La tenemos nosotros, los ciudadanos que asistimos con los pelos de punta al derrumbe de nuestra patria y seguimos votándolos por rutina.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja.