Un rayo acaba de aniquilar a mi amigo del alma
Carlo Crosta. Un maldito rayo en forma de infarto cerebral ha dejado huérfana a Milán de un hispanista que mereció mejor suerte en el nefasto Instituto Cervantes de la capital por definición de la vetusta Lombardía. El recuerdo me retrotrae al año 1979, cuando conocí a Carlo y a su socio Elio Garberi, personajes ya conocidos en la vetusta Iruña desde la década prodigiosa de los sesenta. Debo reconocer que aquello fue un amor a primera vista y desde aquellos Sanfermines comenzamos a compartir la afición desmadrada por el mundo de la tauromaquia, amén de viajes a la Bética para conocer la vida privada del toro, perfectamente asesorados por ganaderos y mayorales. Carlo tenía espíritu de condottieri, ya que su vitalidad asombraba a todas las personas con las que se relacionaba. Su temperamento era a veces una furia desatada y a renglón seguido de una sensibilidad desconcertante. Era de obligado cumplimiento tanto amarlo como mandarle a hacer puñetas de vez en cuando. Carlo era un hedonista de la vieja escuela. Su alto nivel de vida cumplió al fin y a la postre con el viejo adagio de que me quiten lo bailao. En los viejos tiempos del Navarra Hoy compartimos las crónicas sanfermineras desde su habitación de Casa Mauleón, escritas en una vieja Olivetti y lanzadas vía telefónica a la redacción de Areta. Era una gozada indescriptible. Cuando DIARIO DE NOTICIAS relevó al viejo rotativo formamos un equipo formidable en el que se incluían Mikel Larramendi, Pablo García Mancha y el actual director del rotativo, Joseba Santamaría, quien desde la solanera escribió las mejores crónicas de ambiente que jamás se hayan publicado en la vieja Iruña. Eran tiempos felices. Nadie vivió los Sanfermines como Carlo Crosta. No he conocido a ningún pamplonés, me incluyo en el lote, que disfrutara de las viejas rúas de la ciudad como mi amigo. Sabía de todos los rincones, momenticos y de las tapas que los desaparecidos tenderos servían a viandantes y vecinos tanto en las vísperas como durante la procesión del patrón. Carlo fundó el Club Taurino de Milán. Se escindió y dio vida a la Peña de los Italianos, con la que vertebró un sin número de giras por las dehesas ganaderas de la vieja Iberia. A veces toreaba alguna becerra, pero los dioses no le tocaron con el pellizco del arte. A mí tampoco, por supuesto. La vida de Carlo pareció una montaña rusa con altibajos tanto domésticos como empresariales. En sus últimos tiempos vivía solo en un apartamento precioso en el centro de Milán, donde compartí dos semanas, mano a mano, su vida y sus milagros. Era el año 2010. Fueron días inolvidables. Conocí la ciudad como
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Carlos Polite |
ningún turista la haya disfrutado en la vida. Carlo disponía de una Vespa que conducía por los vericuetos de la city como un consumado maestro. Yo era el paquete y parecíamos dos estudiantes dándose un garbeo, insultando a los taxistas y moteros que nos molestaban en nuestro camino. Todas las iglesias lombardas de ladrillo rojo, las obras hidráulicas de Leonardo, jardines, museos, castillos, bocaterías y el disfrute de su habilidad gastronómica en su cocinita perfectamente pertrechada. Que conste que no toleró mi ayuda en ningún momento mientras cocinaba. Era su terreno y lo respeté en todo momento. Vimos de nuevo la sensacional serie Juncal, escuchamos las sinfonías de Beethoven dirigidas por Toscanini, documentales de sus excursiones por España, mientras nos tomábamos un gin tonic. Quién da mas. Gracias, Carlo. Le das un abrazo a Elio desde el más allá. Te mereces el panegírico de Federico a su amigo Ignacio: Duerme, vuela, reposa, también se muere el mar.