miércoles, 21 de septiembre de 2011

UNA PLAZA MUY VOLUBLE

Pablo Hermoso de Mendoza dio una lección en su primero y el público le premió con un silencio demoledor e inmerecido

Lo confieso, estoy desconcertado con ésta mi plaza de Logroño. Digo mía no en el sentido estrictamente patrimonial del término porque de todo el mundo es sabido que la propiedad es de los hermanos Chopera, quienes al alimón me avisaron de que habían dado la luz del coso como si no viera con mis propios ojos la diferencia de la luminosidad del ruedo con la penumbra de las dos primeras tardes mientras me afanaba en entrevistar a un Castella alucinado con el lío de la orejita del quinto. Digo que estoy desconcertado con ésta mi plaza de Logroño (mía, aclaro, en la acepción sentimental del término, y compartido el cariño con los aficionados que vayan quedando en esta ciudad) por su ciclotímico comportamiento y por sus pasajes extraños y desconcertantes. Vayamos por partes: Pablo Hermoso de Mendoza bordó el toreo en el primero de la tarde con dos caballos realmente increíbles: primero con ‘Chenel’, que se la jugó con guapeza en chiqueros para poder al toro; y después con ‘Ícaro’, que toreó deliciosamente con los pitones metidos en el estribo aguantando a milímetros las arrancadas del Murube. Estuvo cumbre Pablo y tras un rejonazo bajo tras resbalar el caballo en la cara del toro, no afloró apenas un pañuelo. Incomprensible. La faena había sido de dos orejas porque el toreo del navarro tuvo una hondura y una verdad excepcional. Sin embargo, el público no reaccionó y lo que se presagiaba como dos orejas quedo en un silencio demoledor. Castella estuvo muy voluntarioso con el toro de su triunfo, un animal al que había que someter y que no permitía los descuidos. No llegó a haber una entente cordial entre los dos pero tampoco creo que fuera para pitarle al salir del coso. El que no me gustó fue Leandro, que se llevó el mejor lote de la tarde, y que aunque dio algún muletazo enjundioso, no redondeó prácticamente nada.