María San Gil se convirtió en un personaje incómodo para el Partido Popular desde que Mariano Rajoy decidió cambiar la estrategia política en el País Vasco. La opción Basagoiti es tan respetable como cualquier otra, sin duda; pero María San Gil, mucho más allá de ser una línea ideológica, es un símbolo que representa la profundísima dignidad de las víctimas del terrorismo etarra, el no postrarse de rodillas jamás, la lucha más frontal por la pervivencia de la Democracia, la que no necesita de ninguna suerte de apellidos para calificarse a sí misma con mayúsculas. María San Gil, ahora postergada y un tanto humillada por muchos de los que hicieron bandera con su causa, camina sola como militante de base en un partido que acaricia el poder nacional y en el que ya ha comenzado la carrera por la 'colocación', el quítate tú para ponerme yo habitual e inevitable de la confección de las listas electorales. Quizás por eso, muchos paniaguados que en privado muestran su profunda admiración hacia María prefieren evitar cualquier contacto con la disidencia interior por ella representada, no vaya a ser que la intocable cúpula anote en un cuaderno que no es precisamente azul el autor de tamaño atrevimiento. María San Gil está en el paro, ha luchado por su salud con el mismo ahínco con el que lo ha hecho por nuestra libertad y contempla con indignación la toma por parte de Bildu de un buen número de instituciones democráticas en el País Vasco, con la aquiescencia de un poder que ha mirado hacia otro lado y con muchas togas llenas de fango del camino. Me duele su soledad institucional, el vacío que se le hace por pensar por sí misma; pero me encanta su dignidad, su magnífica estirpe de ciudadana libre, liberal, vasca y española.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y se titula Mira por dónde.