Iván Fandiño, con el sexto Carriquiri. Foto: André Viard |
Iván Fandiño se situó en el precipicio de su vida. Se lo jugó todo por el todo en una faena heroica
Y José María Manzanares hizo del toreo una pura caricia: compás, delicadeza y sentimiento
El toro ‘Arrojado’, de la ganadería de Núñez del Cuvillo, desarrolló una bravura supina en la muleta de José María Manzanares en Sevilla. El torero alicantino toreó con una sutileza casi incorpórea dibujando muletazos con tal lentitud que su faena, larga y honda, se puede calificar de histórica. ‘Arrojado’ y Manzanares poco a poco se fueron yendo a las tablas. El diestro decidió pedir el indulto y se fue al platillo de La Maestranza; el toro a tablas. Volvió a sacar la muleta y ‘Arrojado’ acudió a contraquerencia al engaño de Manzanares con una alegría que a la postre le sirvió para salvar su vida y marcharse después a la finca ‘El Grullo’ para ejercer de semental. Manzanares lloraba –no se lo podía creer– y el ganadero Álvaro Núñez Benjumea dio la vuelta al ruedo del Baratillo inundado en lágrimas. Lo mismo se podía decir de los miles de aficionados que abarrotaban la plaza de Sevilla. El toreo como catalizador de sensaciones indescriptibles. Fue la locura. Una salida a hombros por la Puerta del Príncipe como si el matador triunfante fuera un paso más de la Semana Santa.
Dos días después, en Las Ventas, se celebraba la Goyesca del Dos de Mayo. Toros de Carriquiri –volvían a Madrid después de cuatro años de ausencia– y una terna de toreros valientes que buscan un lugar al sol de los carteles. El envío de Antonio Briones estuvo impecablemente presentado, y el sexto de la tarde, un torazo de cuerpo ampuloso, gigante y armado con dos auténticas leznas en su poderosa testuz, asombró a los espectadores de Las Ventas por su impresionante estampa. Aquello era trapío. Frente a él un torero de Bilbao con apellido gallego. «Un tal Iván Fandiño», que se escuchó en los tendidos. Yel diestro, que sabía que en este mundo de los toros la oportunidades por minúsculas que sean no se pueden desaprovechar, se ofreció a él con tanta verdad que no resulta para nada aventurado asegurar que en ese mismo momento puso su vida –el bien más preciado– en las manos de ‘Delicioso’, su destino y el frágil vuelo de su muleta.
Resultaba realmente impresionante ver a este torero de hierro colocarse en la rectitud de la embestida de un toro engallado que le ponía los pitones en la frente antes de arrancarse como un felino cuando le lanzaba la muleta a los belfos. Siempre quedaba la duda si el toro le iba a obedecer. La muleta abajo siempre, la planta firme, seca, reseca la garganta: «¡Así se viene a Madrid!», gritaba una voz ronca desde el tendido ante la colocación de un torero ante un astado incierto, gatuno al revolverse sobre sus cuartos delanteros, y gigantesco aunque pasara como un verdadero Fórmula Uno a milímetros de los tobillos del valentísimo matador vasco.
Dos emociones distintas las de la faena de José María Manzanares en una Sevilla de almíbar en plena feria; y la de la pelea al filo del precipicio de Iván Fandiño en una corrida goyesca en una primavera fresca de Madrid antes del maratón de San Isidro. ¿Es la misma fiesta?, cabe preguntarse. ¿Podemos los aficionados sentir sensaciones similares en ambas faenas? Andrè Viard, torero, escritor y presidente del Observatorio de las Culturas Taurinas que ha conseguido que Francia declare al toreo Bien Cultural Inmaterial, aboga por «la búsqueda del término medio. Toros completos en los primeros tercios, exigentes pero también toreables».
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja; la foto es de André Viard.