Siempre he mantenido que el toreo es un sentimiento antiguo, que pervive por desposeerse de cualquier artificio y por ofrecer al toro la vida abandonándose uno mismo de su propia existencia. A estas alturas resulta ocioso decir que Diego Urdiales es mi torero porque comulgo con él en su concepto ético de la profesión, en su camino libre tanto de prejuicios como como de padrinos. Diego discurre por su vereda buscando la utopía que persigue cada día desde que se levanta hasta que se acuesta toreando. Exactamente lo que refleja esta foto de su actuación en la Santamaría de Bogotá, ese clasicismo indeleble, esa manera de enroscarse en la embestida sin el más mínimo trazo de afectación, con la pierna contraria levísimamente adelantada para cargar la suerte sustentando todo el aplomo en los talones.
Mecánica precisa en su toreo con una muleta que vuela sin tensiones ni estridencias, sintiendo con compás el vuelo de pañosa -los flecos- con la yemita de los dedos, y sujetando la espada con la parte contraria de los nudillos.
El toro de Santa Bárbara no rompe a humillar, pero sigue fijo el engaño de un torero que sin crujirse da la senSación de que se paladea a sí mismo.
No hay rigor pero sí ese punto de abandono que nos indica a los que degustamos el arte que el muletazo tiene un trazo poderosamente largo, aromático, con ese retrogusto nasal de la garnacha de Rioja Baja por donde a veces pasea este torero recogiendo fragancias de la Vega del Cidacos para seguir ahormando su experiencia con más y depuradísmos matices cada día.
Tenía pensado escribir un artículo de la injusticia de los empresarios de Sevilla (Canorea y Valencia), de Valencia (Simón Casas) y de Castellón (Enrique Patón), pero no me sale de las narices explicarles a estos leguleyos insípidos del la fiesta lo que jamás alcanzarán a entender: no es lo mismo arte que estilismo, no es lo mismo organizar una feria con sustancia que intercambiar caras de toreos como si fueran cromos de futbolistas. No lo ponen, allá ellos. El año que viene hablaremos.