Tengo para mí la rara convicción de que para muchos de nuestros políticos el dinero público no existe; que es algo así como una rara entelequia que resbala de las manos como la espuma de mar o que flota en el aire como los nenúfares de Rubén Darío en aquellos románticos estanques donde siempre aparecía el reflejo de alguna de sus amadas. En el Ayuntamiento de Logroño las estatuas vuelan, desaparecen en la niebla, en el arca del una agencia de publicidad que, mande quien mande, tiene el negocio asegurado; mejor dicho, troceado para que no cante en la chacinería de los contables. Con el PP, hemos sabido que Jazz Group se llevaba los contratos por entregas, como una mala telenovela mexicana en la que el amor siempre deriva en llanto. Con el bipartito municipal de Santos y Varea –O tempora, o mores!–, la misma agencia construye estatuas invisibles pero que valen su peso en oro aunque nadie sepa a ciencia cierta quién las esculpió ni en qué almacén sueñan con un eclipse como la fantástica e ilustrada figura del Jardín Botánico de Radio Futura. Lo más triste de todo es que cuando uno de nuestros representantes saca a paseo una maledicencia del enemigo, el enemigo abre un cajón y nos ofrece a los periodistas un surtido muestrario de putrefacciones del otro. Me pregunto qué creen que pensamos los ciudadanos. A veces intuyo que barruntan que nos chupamos el dedo, que la opción del todo vale es lo más lícito en la arena de la política. Sin embargo, creo lo contrario, que la gente de la calle está hasta los tímpanos de ese devenir belicoso del uno contra el otro bailando en el lodo del derroche mutuo o de las reiteradas suspicacias. Dan ganas de votar en blanco, o de atizar a estas máquinas electorales con las urnas yertas y vacías de nuestro descontento, tan vacías por cierto, como han dejado las arcas públicas.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se denomina Mira por dónde. La viñeta es de Tris.