La lotería es como el amor, te toca o no te toca, te pega con la varita mágica o te quedas ahí esperando a ese porvenir que no llega nunca jamás. En todas las teles y a la misma hora aparecen sin cesar tal día como ayer unos tipos descabellados sumidos en su particular locura celebrando los millones, con el compañero periodista/mileurista -si es que llega- sujetando el micrófono en medio de la bacanal de los nuevos (e inesperados) ricos. Cuando era mozalbete, y sin que todavía ningún pelillo de la barba me aflorase por la epidermis del rostro, pensaba que cumplir el amor era un afán tan improbable como la lotería. ¿Por qué Cupido se iba a detener un segundo conmigo? Yo podía amar a una, a cien adolescentes de aquellas de los ochenta, tan perplejas como yo, tan singulares cada una de ellas en su tierna mocedad de caramelo dulce como Mecano o melindroso como las estúpidas canciones de Miguel Bosé. Y pensaba: si hay millones de mujercitas y de tipos como yo en el planeta, resulta prácticamente improbable que a la que yo le guste me suceda lo mismo con ella. El amor es una desgracia, deduje, ya que muchos lo confundían con la ley de la probabilidad o con la mera cercanía. De ahí que los fracasos inundaran los juzgados de parejas rotas, los puticlubs de estiércol y los bancos de seres solitarios leyendo novelas del Santo Grial. Hasta que me di cuenta de que la ONLAE en realidad no existía porque era Dios mismo el que organizaba los números, los bombos y las bolitas al insertarlas en esa especie de pinchos morunos del Páganos del rito del sorteo. Y si Dios organizaba la lotería estaba convencido de que hacía lo mismo con mis amores. Hasta que me hice ateo y descreído y me di cuenta de que vivimos por una suma de probabilidades, en todo, menos en el amor y quizás en la lotería.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se denomina Mira por dónde.