ENRIQUE, YA ME MUERO POR NO OÍRTE

Enrique, me muero por no oírte; no me puedo explicar por qué te has ido ni a dónde, cómo te has ido; si te han llevado o te has dejado ir cuando tu hija, Estrella, te susurró al oído, muy cerquita del alma, aquella soleá con la que meciste su corazón cuando apenas era una niña para que supiera que el cante se dice cuando se siente como tú lo sentías, con ese fulgor de antracita con el que nos hacías hervir el alma gracias a tu voz ronca, melismática, dulce y herética que te había dado Dios para no dejarte ser torero, ni rico, que ambas eran tus ambiciones juveniles en Granada, cuando te empezaba a salir esa barba que nunca tuvo elegancia para esconder tu mentón de hippy misterioso ni tu melena de rockero de Aberdeen. Aún no me hago a la idea de que te has marchado con todo tu arsenal de cantes, confabulaciones y poemas bajo el brazo, con toda esa sabiduría que te marcaba como un hombre llano con el que daba gusto tomarse una cerveza y hablar, por ejemplo, de Pepe Blanco, de la primavera, de las travesuras de Chano Lobato o de Lula, al que le hiciste un cante en un disco dedicado al tiempo, el del Pequeño Reloj, el del tic-tac inagotable de un contador que ahora se te ha acabado para demostrarnos que este valle de lágrimas siempre termina como una gran putada, como una brutal mentira imposible de explicarnos, como la soleá de la ciencia, como la amargura de Riqueni, o esas noches en las que Dios te vino a ver cuando fanfarroneabas con María Zambrano, las manos de Picasso o ese bergantín de marinero en tierra de Rafael Alberti. Enrique, no te vayas coño; no nos dejes aquí apenas recostados en el dolor de tus deudos con tanta mediocridad. Enrique, hazme caso, deja de bromear con tu partida, que eso es algo demasiado serio y no te vamos a creer.


o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.