Ha pasado una semana de la huelga general convocada y celebrada por los sindicatos de clase contra las reformas impulsadas por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y puede que haya llegado el momento de extraer unas cuantas conclusiones. La primera de ellas es que de tal evento ya no se acuerda casi nadie, excepto los millones de parados, que siguen aumentando en su número ante la inacción de un Ejecutivo en el que hasta su ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, ha dicho que se ha ido. La huelga ha funcionado como una revelación evidente de que el modelo sindical que existe en España está periclitado: sólo se movilizan los sindicalistas y su estrategia se basa de forma casi exclusiva en la imposición por la fuerza de sus intereses, que no de los derechos de los trabajadores, ya que de los millones de autónomos y pequeñas empresas que componen el tejido productivo nacional los sindicatos ni saben ni quieren saber. También ha quedado claro que la huelga no iba a valer para nada: el Gobierno no era el objetivo, dado que son amigos, que comparten estrategia, carné y enemigos. Si esta medrosa e insuficiente reforma emprendida por Zapatero la hubiera diseñado el PP no quiero ni pensar hasta qué grado de crispación social se estaría viviendo en España. La reforma zapateril no nace de la convicción política, surge de su incapacidad para afrontar la crisis y como reacción ante las imposiciones de Obama y la Unión Europea. Zapatero no era el objetivo, era la disculpa. Y los españoles han dado la espalda a lo que yo, a estas alturas de la política, llamaría sin ambages como el primer paso de la caída de otro poder fáctico: el de los sindicatos de clase.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y se titula Mira por dónde.
o Otros dos artículos sobre la huelga y los sindicatos de clase. 16 de septiembre: La estafa de la huelga general. 30 de septiembre: Un sindicalismo insoportable.