martes, 21 de septiembre de 2010

EL TOREO Y SU SINO

Diego Urdiales cuajó a un encastadísimo toro de El Pilar en una tarde que perdió un triunfo memorable con la espada tras una estocada que cayó contraria y fallar con el descabello

El toreo es tan hermosamente bello como la vida; a veces tan cruel como la existencia misma, porque en una tarde de toros, en apenas un segundo, todo puede cambiar y dar vueltas hasta el infinito, como le sucedió ayer a Diego Urdiales, que tocó el cielo en un faenón impresionante a Medilonillo, el toro más exigente de una notabilísima corrida de El Pilar que ayer dejó a los aficionados con agujetas, con ese sentimiento que tan maravillosamente explicó Ramón Gómez de la Serna en su inolvidable joya literaria del torero Caracho; agujetas de ver torear como lo hizo el arnedano ayer en La Ribera, en una tarde excelente en la que Morante, sin ir más lejos, le dibujó al sexto un acompasado quite por chicuelinas que parecía que no se iba a terminar nunca por la sublime lentitud de su trazo, por esa forma de enroscarse con el toro en el lance como un delviche, con una parsimonia primaveral en este verano que le está dando por acabarse sin saber que el toreo tenía una cita implacable con nuestro coso. Y ayer era el día, toreo bueno, toreo caro, toreo profundo en una tarde para el recuerdo. Decía que el toreo también tiene un punto de crueldad en su sino. Y ayer se cebó con Diego Urdiales en una tarde en la que las estadísticas están condenadas a mentir de manera implacable. Debajo de las multiplicaciones había una gota de sangre de pato, escribió Lorca en Poeta en Nueva York. Y ayer, la hubo. Miren, es difícil estar mejor con un animal tan exigente como el segundo de la corrida de El Pilar, un toro bravo en la máxima extensión del concepto de la bravura, un astado que no permitía la más mínima duda y al que cuajó con una hondura soberbia por el pitón derecho a base de tandas tan ligadas como mandonas, de muletazos de trazo extraordinariamente largos, pisando un terreno cercano al precipicio sin apenas despeinarse, sabiéndose, sintiéndose torero ante dos figuras consumadas frente las que demostró, una vez más, que no tiene nada que envidiar a nadie: compás, ritmo, empaque, torería y una monomanía que lo convierten en un torero singular: lo cerquita que se los pasa, la lentitud con la que torea con el capote y el valor que tiene para jugarse después la vida con un torazo como Dudero, el inmenso y descomunal quinto con instinto asesino que se le venía al pecho buscándole directamente el corazón. Y con ese tampoco se puso ni una sola vez de perfil. Sin embargo, en el momento crucial de la inolvidable faena, se atracó de toro, la estocada cayó contraria y el marcador estadístico se quedó en blanco. Como mi propio corazón –para qué lo voy a negar a estas alturas– que casi paró de latir en ese trance después de haber carburado como el del mismísimo Rey Ricardo en esos olés roncos que propinaba por lo bajini cuando Urdiales le echaba la muleta a los belfos a tan encastado ejemplar. Diego volvió a sus cuarteles del callejón, a relamirse, sin duda, a sabiendas de que el toreo estaba dicho y que la plaza toda había entrado en éxtasis con él en una faena tan honda como cruel en su desenlace definitivo.

o Esta crónica la he publicado en Diario La Rioja, la foto es de Miguel Pérez-Aradros.

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