Tarde importante del madrileño en la que destaca ante dos toros diferentes de una buena corrida de Núñez del Cuvillo que debió irse con menos orejas al desolladero
El Juli es un torero descomunal, deslumbrante, un torero que no necesita que nadie explique la rotundidad de su mensaje porque tiene una innata capacidad comunicativa: primero empapa a los toros con su muleta, los convence después hasta terminar exprimiéndoles para lograr lances inauditamente largos, cabalmente profundos, singularmente templados. De inmediato, todo el catálogo de públicos que acude al coso: aficionados sesudos, buenas gentes de aluvión, niños y niñas, degustadores de la fiesta que van a los toros después de comer, los que siempre llegan tarde porque las comidas pantagruélicas son habituales en estas fechas, los que van por la cara, los acreditados, los conspicuos, los que no paran de darles a las pipas, todos, hasta los críticos… conectan al unísono con esa forma que tiene de implicarse con el toreo, de superarse cada tarde desplegando un arsenal incombustible de razones para ser el actual número uno sin ningún tipo de cortapisas, sin que nadie sea capaz, hoy por hoy y a la espera de que José Tomás vuelva a los ruedos, de subirse a su estela, de torear con más profundidad a un número desorbitado de toros. Hay quien ha llegado a escribir que El Juli es al toreo lo que Julia Navarro a la literatura; hay quien quiere negar las evidencias más comprometedoras para situarse siempre a más altura de lo que se juzga o, mejor dicho, se sojuzga. Es el arma del crítico sin argumentos: poner mal lo que no se entiende, descalificar la realidad cuando no cuadra con ese mundo ideal en el que se padece de la peor versión de la melancolía: echar de menos un amor que nunca existió, un beso no recibido, un vino que jamás fue probado. Ayer El Juli cortó una oreja al quinto y perdió otra en el primero de su lote tras dos faenas diametralmente distintas en las que primero sedujo a un toro con guante de seda para arrastrar finalmente la muleta por el suelo y obligar al máximo a un animal noble al que fue limando sus dudas básicamente por el pitón derecho. La labor premiada tuvo un recorrido técnico sorprendente porque fue el propio concepto del torero el que fue convenciendo poco a poco al toro limando todas sus asperezas. A mí la faena me supo a poco, ya que las dos últimas tandas se recrecieron en intensidad y en ese momento se fue a por la espada para cobrar una estocada caída contra la que el animal luchó lo indecible para resistirse a la muerte. Cayó la oreja, una oreja de peso, pero más allá del triunfo, La Ribera disfrutó con la torería de un matador rico, pero hambriento de toreo y de gloria. El Tato volvía a La Ribera tras nueve años de ausencia y el público se mostró muy cariñoso con él a pesar de que ha llovido mucho desde aquella sensacional faena del agua en el desaparecido coso de La Manzanera. Le costó acoplarse al primer toro pero obtuvo pasajes más que notables con la mano derecha ante el cuarto. El Tato se iba despatarrando a medida de que iba creciendo en él su interior convencimiento. Volvió al toreo y ayer disfrutó en el ruedo en una tarde mucho más que digna.
o Esta crónica la he publicado hoy en Diario La Rioja y la foto es de Juan Marín.