Logroño en San Mateo se rezuma aromáticamente, sobre todo en estos días de bochorno lánguido de un sol que cuando calienta todavía pica pero que deja las tardes suaves y mansas y las noches tan romas de frío que es un placer sentarse en una terraza en mangas de camisa y conversar. La ciudad que se confabula consigo misma por la noche en una sorprendente confusión de melodías, edades y conversaciones, amanece en los barrios modernos de las afueras casi como un fantasma: largas avenidas sin coches en las aceras, algún lejano ciclista y un rumor que se parece a la vida pero que indica que son las diez y que la gente todavía sigue soñando. El Espolón hierve, como la San Juan, con una pareja de japoneses que no paraba de cuchichear llevándose las manos a la cabeza ante una barrica de esas que ponen en las calles con más argumentos gastronómicos que cualquier simposio internacional de periodistas del ramo. Ahora que lo pienso, no sé muy bien si eran chinos o japoneses porque después los vi a los dos con sendas camiseta de la selección española, una cámara de fotos y un retrato de El Juli en un tendido de sol pero regurgitando en mandarín. No sé muy bien las razones, pero por el parque de Gallarza huele a tomillo y aunque busco por los jardines sus semillas desparramadas tengo para mí que tanta confusión se deba quizás al vino, a un gin tonic levemente cargado al que me invitó un buen amigo o al esfuerzo que supone caminar hacia casa cuando las calles de la ciudad continúan repletas de primavera, con gente que canta como si mañana no hubiera que trabajar, como si la crisis y las deudas se hubieran esfumado por arte de birlibirloque. Es San Mateo, la ciudad huele a cilantro y a comino, a uva negra, a orejas del Perchas. ¿Se puede pedir más?
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde, la foto es de Alfredo Iglesias.