Este agosto logroñés del penúltimo cambio climático tiene algo de otoñal gracias a estos días grises de balcones abiertos, de calles semivacías con aroma de domingo por la tarde y a ese ritmo entrecortado que propician las terrazas a medio gas, con medias raciones y con el doble de tiempo de cháchara sin acariciar el paladar. En el silencio de la ciudad se escucha y se palpa la crisis hasta en la desaparición de los decibelios del fallido Plan E, con sus apóstrofes a las obras, los almuerzos de los currelas en el tajo y las inevitables perforadoras haciendo agujeros al albur de los sabios ingenieros municipales. Los conductores aprietan menos el acelerador para llegar con desahogo a fin de mes; hasta leer un periódico en un bar lleva más tiempo porque se disfrutan las cosas como si fueran el doble de caras. Miro a mis convecinos y se adivina una peculiar tristeza de generaciones vacías, de memorias rebosantes de recuerdos de aquellas vacaciones largas y perezosas en una playa remota de México o en un crucero más allá de Pearl Harbour. Mientras tanto, un niño se tira por el tobogán ante la atenta mirada de una madre solitaria que esperó ayer su turno en la cola del paro por si salía algo para ir tirando. Este verano de otoño sin vendimia empieza a pesar más de la cuenta, con ese gris marengo madrugador que espanta la fresca y el duermevelas frustrante de cada mañana. No llueve ni escampa, las piscinas vacías, los políticos en la costa, hasta las gasolineras se duelen de tantas desesperanzas acumuladas. Mientras tanto, las emisoras aseguran que el paro baja aunque la estadística interanual desmiente cualquier pronóstico alentador. Al menos no llueve y puedo bajar al parque con el niño para que se tire por el tobogán, masculla la madre parada mientras lee atónita la propaganda de un supermercado.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.
