No puedo ni imaginar lo que estarán pasando en el mismo fondo de la tierra, sepultados en miles de toneladas de cobre, los 33 mineros atrapados en Chile a más de 700 metros de profundidad, hacinados en un pequeño habitáculo de unos cincuenta metros cuadrados y a 35 grados de temperatura. 33 hombres luchando con la misma muerte, asfixiados, desnutridos, sin apenas luz y sin saber si van a ser capaces de sacarles de un agujero negro que podría haber sido su tumba pero que ahora, por ventura, es su único bote salvavidas. La tierra se los tragó en un derrumbe hace casi veinte días y apenas hace unas horas se ha sabido que están vivos, enterrados a una distancia conmovedora, pero vivos, con esperanzas, con tal caudal de miedo en sus entrañas que me recuerdan lo que tuvo que sufrir la tripulación del submarino Kursk cuando atrapó a todos sus hombres en las heladas aguas del mar de Barents. Aquellos infelices soldados murieron hace diez años sin opciones; los mineros de Chile se saben vivos, y las autoridades han anunciado que pueden tardar hasta cuatro meses en sacarles del fondo. ¿Qué se puede hacer para ayudarles?, me pregunto desde este Logroño tórrido de finales de agosto. Cierro los ojos y los veo; me meto en el ascensor y me pregunto por su tragedia. ¿Soportaría un tipo como yo una prueba tan brutal en esta vida? Francamente, lo dudo. Yo me quejo por todo: por la comida, por el trabajo, por si llueve o hace sol, porque me he perdido mi programa favorito de la tele o porque al Madrid le han metido un par de roscos. ¿Lo soportaría usted, amigo lector? Seguro que sí si es que ha tenido la santa paciencia de depositar sus ojos hasta en el punto final de esta columna.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja, en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.