Siempre he creído que España puede ser un buen marco de convivencia para los españoles. Esta afirmación puede parecer una obviedad pero tengo la impresión de que en menos de una década el país que ahora conocemos se habrá esfumado por el Mediterráneo con la más que posible independencia de Cataluña, en la que una clase política artera ha alentado (y en buena parte, inventado) un cúmulo de diferencias con el resto del país utilizando la historia y la lengua como principales armas de su descontento. España es probablemente la nación más antigua de Europa y en su increíble diversidad reside buena parte de su esencia. España no la inventó Franco ni el Franquismo, ni es un destino en lo universal ni requiere de su ejército para mantenerla unida toda en una. Sin embargo, desde que se aprobó la Constitución, aquello que eufemísticamente se denominó como problema vasco y catalán no ha sido nada más que un continuo trágala en el que siempre se ha colocado sobre la mesa de la negociación más y más poder para las nacionalidades históricas hasta derivar todo en un complejísimo marco que se ha llevado por delante premisas constitucionales tales como la igualdad. Cataluña es rehén de una clase política corroída por favores exponenciales donde todo lo que no esté rodeado por la senyera no vale. Montilla probó la medicina independentista en la manifestación del sábado huyendo por un callejón ante los insultos de las mismas huestes radicales que al día siguiente linchaban a todo aquel que osara llevar una camiseta de la selección. Pero estos días, la bandera española, la rojigualda, ha salido por las calles como sinónimo de unión por encima de diferencias aldeanas. Aunque eso sí, Anasagasti no ha tardado en recordarnos que las selecciones catalana o vasca también habrían podido ganar, pero, dijo, «no nos dejan».