Contaba el periodista Manuel Chaves Nogales en su maravillosa biografía de Juan Belmonte que el torero trianero tomó la íntima resolución de morir el día antes de debutar como novillero en Valencia en la corrida que a la postre le hizo saltar a la fama. El Pasmo había llegado a la ciudad del Turia en un vagón de tercera clase, con un vestido de alquiler y decidido a morir. Ayer, el Parlament de Cataluña -con el cordobés Montilla a la cabeza, “yo no he sido”, mascullaba a hurtadillas en los pasillos de la Cámara catalana- resolvió prohibir las corridas de toros en dicha Comunidad no por una pretendida defensa de los animales, sino como un paso más para soltar cualquier amarra que una a esta región con España. A estas alturas no conviene engañarse: los que prohíben son los mismos que multan a los taxistas por colocar una banderita rojigualda en la antena del coche, los mismos que impiden compartir la lengua de Cervantes con la de Ausias March con la naturalidad de los siglos o los que alientan y miran para otro lado cuando queman una pantalla en cualquier pueblo de Tarragona o Lleida/Lérida para ver el gol de Iniesta en la final del Mundial.
Cataluña se ha convertido en Trento, en la fiel defensora de la pureza moral de un sentimiento payés mítico e idealizado frente al libertinaje español del toreo, de la literatura de Josep Pla, de los besos de Casillas a Sara Carbonero y finalmente, frente a la sencillez de un mensaje, el de los aficionados, que no postula ninguna superioridad moral sobre los que no lo son ni nada por el estilo: te gustan los toros vas; no te gustan, pues no vas.
Hace pocos meses me dijo Salvador Boix, catalán de Olot y apoderado de José Tomás, que la resolución de Barcelona tendría al final un margen claramente político y que todo iba a depender de la postura de PSOE-PSC: “Si nos traicionan estaremos jodidos”. Y nos han traicionado vilmente, el toreo ha firmado su acta de defunción en Cataluña con un enterrador obvio: el PSC y Montilla, habitual de las corridas en la Monumental con su esposa Anna, hasta que ocupó el cargo de President merced a un tripartito gobernado por Carod Rovira y demás monjes de Trento. Cuando el TC dictó la sentencia contra el Estatut también lo hizo contra las corridas; de rebote los toros han sido facturados a las tinieblas exteriores de la peculiar democracia a la catalana como consecuencia de los ditirambos políticos que vive una región en la que las identidades se utilizan como venablos en los escaños a pesar de que la crisis molture los puestos de trabajo y la sociedad del bienestar. Mientras tanto, corruptos como Millet o Prenafeta continúan sonrojando la cara de unos ciudadanos que asisten atónitos a este tipo de aquelarres parlamentarios en los que se discute el sexo de los ángeles o si es lícito colocarse la barretina en la mano derecha al bailar una sardana, por cierto, una danza codificada por el jienense de Alcalá la Real, José Ventura, Pep Ventura en los libros de Historia.
El PSC ha dado libertad de voto a sus diputados contradiciendo lo que había mantenido a lo largo de todo este proceso; curiosamente la noticia de dicha decisión se hizo pública después de la sentencia del TC. Leire Pajín no quiere prohibir; Montilla y ZP tampoco ¿os sí?; nadie quiere pero todos prohíben. Serafín Marín lloraba en el Parlament; ahora es un apestado, un torero catalán y clandestino, un torero de la ley seca, del burka, de la ablación de clítoris, un torero pernicioso como el teatro de Albert Boadella, como la poesía de Pere Gimferrer, como el Museo Picasso de la ciudad condal que tendrá que retirar de sus anaqueles cualquier referencia artística del genial malagueño a esa salvajada española de la tauromaquia. El toreo no ha muerto, lo han matado unos políticos adosados y alicatados hasta el extremo de lo correcto en un país en que sólo la cultura oficial es cultura, en un territorio que antes, cuando había tres plazas de toros en Barcelona, era sinónimo de rebeldía, de libertad, de tolerancia… Ahora no; ahora, es la ciudad de Trento, la capital del maximalismo que salva a los correbous de las tierras del Delta del Ebro porque estos espectáculos sí son catalanes en esencia. He aquí la contradicción y la verdadera razón de la decisión de ayer: la mentira impostada de este sectarismo nacionalista que se ha empeñado en descolgarse de España a toda costa. Queda un año hasta que se materialice la prohibición: José Tomás volverá a Barcelona y muchos como yo regresaremos a la ciudad condal con él a ver si en el Museo Picasso han dejado alguna tauromaquia o si en el zoo de Barcelona pasta algún toro con el osito Yogui zampándose un bollo de pan integral.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja.