Las vacaciones deben de ser un invento europeo porque donde me hallo no veo más que rubios de tez colorá como las tierras del valle del Najerilla, teutonas a las que su palidez natural se disimula con pequeños y grandes continentes de matices sonrosados en caras y espaldas y playas de crema protectora que se refugia en esos infinitos pliegues con los que juguetea la piel cuando te tiras en la hamaca para no hacer nada. He llegado a la conclusión, por otra parte, de que no hay británico que no decore sus codos u hombros con impresionantes tatuajes aromáticamente japoneses unos y con sinuosas matemáticas fractales otros. Estoy en un hotel español pero desayuno huevos con beacon, en concreto, dos huevos y hondonadas de beacon y tomates cortados al sesgo, que además de poner banderillas un poco a la remanguillé, se dice también de esa manera de alancear un tomate exactamente por su ecuador, sin reparar en tercios ni en otra cosa que no sea untar el unte de esa especie de fabada asturiana que se zampan con un plato de zumo y una tostada revirada de mantequilla y sirope. Hago el zángano desde el amanecer hasta que se pone el sol y cuando no holgazaneo es porque sin duda estoy dormido o soñando con una especie de barco que me adormeció en un mar sin olas cuando me metí en sus tripas para contemplar a través de un ojo de buey un montón de animalitos marinos. Me creía Nemo, no el pececito engreído de los dibujos; sino el capitán del Nautilus, con mi bañador y con una familia holandesa con un padre altísimo, barbilampiño y que no hacía otra cosa que ponerse morado de cervezas. Hasta estoy leyendo una novela de intriga, con una misteriosa rubia que se quería ligar a un coadjutor del Vaticano y que llevaba taconazos de Loewe, como una de mis vecinas de hotel, que ayer la vi en la playa con botines y The Times.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y que se titula Mira por dónde.