Dar y darse sin pedir nada a cambio. Ofrecer la amistad no como una estratagema, sin asteriscos a pie de página, sin estrambotes innecesarios. La mirada limpia e inteligente: ponerse en el lugar del otro aprendiendo de los demás en cualquier circunstancia; comprender los errores de los amigos para entender los nuestros. Caerse del guindo, apretar sin ahogar; exigir lo justo, mirar sin miramientos y escuchar hasta más allá de lo que se puede oír. Mirar a los ojos, pedir consejo porque para mí los tengo; reflexionar en torno a una copa de buen vino y de unos amigos. Y hablar de toros con la pasión de un enamorado. Sorprenderte con una llamada a una hora rara para subir -o bajar- a comer a su casa. La mesa puesta, el pan divino, los pimientos, el aceite, el café humeante. Todo para uno como si se acabara el mundo. Tener un sueño y arriesgarse a cumplirlo. Decir una cosa y hacerla; hacerla a pesar de los pesares porque la palabra dada es sagrada y no tiene vuelta de hoja. Anudarse la corbata, quitársela y seguir siendo la misma persona. Desayunar con aceite y tostadas esperando una llamada de un amigo confabulado al otro lado. Pensar en las personas, en los amigos, en los que no lo son pero te necesitan en un momento dado. Andarse por la vida sin artificios; saludar a Pepe y a Paco; a don José y a don Francisco con la misma cara y similar sonrisa. Comerse un helado en los toros; invitar a un conocido de un hijo de sus amigos. Salir en la CNN y hablar de La Rioja en Shangai, hacer el Roscón de Reyes más grande del mundo; el mejor pan, la mejor masa, el mejor buñuelo y exportarlo a Japón, a Australia o a Tenerife. Tiene José Pedro Orío un don de gentes memorable y como tantos otros privilegiados, yo soy su amigo.o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y se titula Mira por dónde.
