De niño quería ser mayor para mandar sobre mí mismo sin que nadie me impusiera atadura alguna; para carecer de horarios y seguir ganduleando por las calles hasta que me diera la gana sin tener que irme a dormir cuando más me apetecía tener los ojos boquiabiertos y las uñas despiertas. De niño, como Juan Belmonte, soñaba con irme a cazar leones a Masai Mara, rescatar princesas en Bangladesh o aventurarme en el río Xindú del Mato Grosso para pescar pirañas asesinas y comérmelas después a la luz de un atardecer transido de gaviotas mientras pavoneaba mi hombría ante los indígenas. Pero pronto, mucho más pronto de lo que yo mismo preveía, acabé estudiando periodismo en Bilbao e intercambiando las pirañas por algún torvo catedrático en esas aburridas clases en las que mi imaginación se disipaba entre los montes de Venus de mis amigas y la cordillera Cantábrica; todo eran cumbres, al fin y al cabo, me decía. De niño soñaba que era posible la aventura más allá de los mapas, de las creencias y de las oportunidades perdidas. Por eso, a medida de que me iba quedando calvo todo aquel hemisferio de anhelos se iba complicando con la edad adulta y esa rutina a la que aborrecía porque Corto Maltés, uno de mis primeros ídolos, prefería los barrios chinos y las casitas bajas a esos edificios de tirabuzones absurdos que compiten con la vida atestados de personas en las que parece que nunca habitó ni el más mínimo personaje. Me hice mayor y acumulé kilos con el mismo ritmo que empezaba a dejar de soñar con perderme en una selva para buscar salamandras, escalar sauces llorones o aventurarme en Siberia para descubrir, al fin, qué sucedió en Tunguska con aquel extraño meteorito. Pero estoy aquí, escribiendo esta columna, que es otra forma cualquiera de perder el tiempo.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una sección que se titula Mira por dónde y que aparece los jueves.