Foto: Philippe Taris |
«No sabía cómo explicarlo, lo que hago con los toros me sale de dentro. Pero no soy capaz de decirte las razones. Así es porque así lo siento». De esta manera relataba Julio Aparicio su peculiar forma de sentir el toreo hace casi veinte años a este cronista en el patio de caballos de la plaza de toros de Tafalla, en una temporada en la que el entonces matador revelación aromatizaba los cosos del norte de España con una forma de sentir el toreo tan especial como la magia de su encanto, como su personalidad única. Julio, Julito, como se le conoce en el ambiente taurino, y que el viernes vivió los momentos más horribles que puede padecer un diestro en un redondel -aunque las últimas noticias hablan de una favorable, aunque dura, recuperación-, llegaba a Las Ventas procedente Nimes, donde el jueves había conmocionado a la afición francesa con una faena increíblemente sentida y bella a un toro de Núñez de Cuvillo. Quizás repitió aquello que «me sale de dentro», aquello que no sabe explicar pero que «es así porque así lo siento».
Cumbre de inspiración
La gran cumbre de Aparicio llegó en Madrid en 1994 merced a una faena irrepetible a Cañero, un toro de Alcurrucén, con la que destiló una de las faenas más bellas y desgarradas de cuantas se recuerdan. Carlos Abella, en su 'Historia del toreo de España y México', escribió que «personalmente creo que es la actuación más inspirada de un torero que yo he visto en mi vida de aficionado. He visto faenas más perfectas, y también de más mérito, pero lo que hizo fue obra de un auténtico privilegiado». Julio Aparicio cortó dos orejas y se colocó en la cúspide del toreo. Cambió de apoderados una y cien veces y casi cuando nadie lo esperaba su estrella se fue apagando entre la noche de Madrid y las especulaciones. Joaquín Vidal escribió de él en una crónica de la feria de Abril que «para que se estuviera quieto lo habrían tenido que atar». En 1995 toreó cincuenta corridas, y sólo diez en 1998. Aparicio se perdió y estuvo durante más de una década sin apenas torear, o con temporadas de una corrida en la que de vez en cuando un teletipo vomitaba un fracaso o un faenón suyo en un pueblo remoto de La Mancha o en una plaza desmontable de Jaén.
Torero guadianesco porque casi nadie sabía si estaba en activo o retirado. Julio Aparicio no es igual a nadie y, quizás, por eso, sea tan alocadamente desigual, tan imprevisible y tan incapaz de entender conceptos tales como la regularidad, el orden o la disciplina. Sin embargo, nadie podrá evitar que tenga un sitio de privilegio en el toreo: su nombre habita en un olimpo donde muy pocos pueden estar, ése que acaparan los toreros artistas; seres a los que no se les pide más que un suspiro, un detalle al filo de la marejada que supone un recorte suyo, o un natural sembrado de perezosos escarceos con el valor en una media verónica de pitiminí.
El toreo de Julio Aparicio es pura poesía sincrética, es un ejercicio de adivinaciones, de cábalas, de misterios alumbrados por un alma, la suya, marcada por una creencia casi obsesiva en la iluminación, en la llamada del duende antiempírico que le posee, que le habita como buen hijo de torero y de una bailaora flamenca llamada Malena Loreto. En una vieja entrevista aseguraba que en el ruedo «siento el miedo normal que conlleva ponerse delante del toro y del público. No sabría decir a quién temo más, porque el público me impone un gran respeto».
El viernes conmocionó el mundo entero con su garganta atravesada por un pitón de un Juampedro jabonero; ahora se recupera en la UCI del Hospital 12 de Octubre con la seguridad de que el hombre saldrá vivo. Eso sí, sólo el tiempo dirá si podrá volver a sentir esa magia del toreo que le cautiva desde niño, eso que siente pero que no me supo explicar.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja.