El viernes pasado sufrí un terrible vuelco en mi corazón, un puñetazo en plena línea de la flotación donde se asientan mis más íntimas convicciones, las prioridades que ordenan ese laberinto interior de cada persona donde pugnan las creencias, los sueños, los principios…, y que suele definir lo que pienso y creo de las cosas; en definitiva, lo que me parece que está bien y aquello que no tanto. El viernes un pitón atravesó la garganta de Julio Aparicio en Las Ventas de Madrid dibujando en el aire la imagen más brutal que imaginarse pueda. Un derrote seco y sin miramientos, de apenas un segundo, que fue captado por ese sinfín de fotógrafos de prensa que se apostan en el callejón y los tendidos y que en apenas unos minutos saltó las portadas de las páginas web de todos los periódicos del mundo y que televisiones y rotativas han replicado hasta la saciedad, hasta ese punto intolerable que traspasa el derecho a la información para saciar ese hambre de morbo sangriento que luce esta sociedad superglotona, insatisfecha y ávida que hemos creado entre todos, con los periodistas a la cabeza. Incluso la familia del torero herido tuvo que emitir un comunicado para pedir a las teles que dejaran de repetir la terrible escena una y otra vez. Pero da lo mismo, Youtube se rebosa con la cogida de Julio Aparicio merced a las millones de visitas de personas que miran sin descanso la muerte misma en una tarde de primavera en Madrid. Confieso que mi alma de aficionado también se vio impelida a la reflexión, a la manifiesta banalización en que convertimos lo que significa ponerse delante de un toro, jugarse la vida sin trampa ni cartón porque como dice Marzal el torero es el último héroe épico y se sacrifica en nombre de los demás.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una sección que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.