Las mañanas en las casas con niños son muy pacíficas. Uno (o una) no desayuna porque tiene sueño y como tiene sueño está medio dormido y no le da la gana ni atarse los zapatos ni mucho menos el engorroso ejercicio de lavarse los dientes. La otra (o el otro) tampoco le apetece mucho tomarse su vaso de leche, con cola-cao y galletas, y se queda atónita observando cómo se van deformado lentamente las marías hasta desaparecer de la superficie a guisa de pequeños titanics. Ella (la madre) se maquilla mientras uno chilla y le tira de las bragas porque no se acuerda dónde ha metido los cromos; él (el padre) se afeita a la vez que se pelean o saltan encima de la cama recién hecha u organizan una bonita fiesta de zapatillazos en mitad del salón comedor poniendo en tela de juicio aquel jarrón (tan bonito) que les regaló una tía de Ciudad Rodrigo. Estafermo le llama él (a la tía no, al jarrón). Una vez desayunados –es un decir–, con los nervios rotos y las manecillas del reloj girando sin compasión, a los niños se les suele peinar (tunearlos un poco, se entiende) y quitarles las legañas que caen a saco como estalactitas de una pestaña a otra. Pero al mayor no hay quien lo peine. Lo hace él: «¡Como a Cristiano, me gusta como a Cristiano!». El pequeño pasa de modas pero no quiere que le laven la cara. Peleas, algún grito, un pijama en el pasillo, los deberes olvidados, el ascensor que no llega, el desayuno derramado por la mesa, el móvil, ¡qué me dejo el móvil! La vida familiar es un experimento divertido e inquietante. Ellos (los hijos) son unos tiranos que desafían porque saben que a esas horas los mayores (madres y padres) son más vulnerables que nunca. Y tiran de la soga para ver hasta dónde son capaces de llegar cada mañana y qué recuerdan los papás a la hora de cenar.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una sección que se llama Mira por dónde y que aparece todos los jueves.