Llenazo histórico en el Arnedo Arena para su inauguración
Decepcionante corrida de El Pilar
El compás del toreo es primo hermajo del compás del cante. El compás es difícil de definir, es un atributo hondo pero de una ligereza extrema, de una sutilidad tan mínima como esquiva. Se tiene -o no se tiene- pero además se puede escurrir en una décima de segundo, en un abrir y cerrar de ojos. También conviene recordar que no hay muchos toreros que lo tengan; es más, se cuentan con los dedos de una mano y se pueden escribir sus nombres de corrido en la vueltecita de un billete de autobús. Y ayer, en Arnedo, había dos de esos elegidos: José Tomás, el rey de los toreros (el príncipe de Galapagar que le llaman los cronistas mexicanos), y Diego Urdiales, este riojano diminuto y aguerrido, que dio un recital de empaque y dominio, una lección de colocación y temple y que pasará a la historia por haber sido el autor del primer triunfo y de la primera salida a hombros del flamante Arnedo Arena, que ayer bullía como una olla a presión a pesar de la decepcionante corrida de El Pilar, un envío justísimo de casta, justísimo de fuerzas y justísimo de casi todo que fue arrebatando las posibilidades de triunfo y con el que el arnedano se recreció -y de qué manera- para imponer su técnica, su ligazón y el compás ése del billete de autobús y dar el primer aldabonazo de una temporada apasionante.
Diego Urdiales tocó a rebato de principio a fin frente a un José Tomás extraordinario que se tomó la corrida de ayer en Arnedo con esa seriedad que ha hecho buque insignia de su figura, esa impavidez estoica que derrochó de principio a fin ante un lote desolador y precario por la incertidumbre de 'Dudero' -su primer toro- y la extrema debilidad del quinto, un animalillo que apenas se sostenía en pie y que daba grima al verlo ante tan poderoso torero, quizás ante el más cualificado de cuantos coletudos han existido en lo que se refiere a imponer su faena ante los enemigos más variopintos. La balanza resultó tan descompensada que pudo cundir el desaliento y la decepción en una parroquia que esperaba y trató al matador madrileño como un verdadero mesías de la tauromaquia, como lo que para muchos es: una figura de época. Pero lo cierto es que José Tomás estuvo inmenso desde el principio hasta el final de la corrida con la excepción de la espada, con la que anduvo fallón y desacertado y por la que se le pudo ir al traste alguna orejita. Y no es menos verdad que Diego Urdiales, que comenzaba ayer su temporada europea, también dejó sentada en el Arnedo Arena alguna que otra certidumbre: la primera de ellas es que cada día torea mejor, la segunda que tiene personalidad y clase para medirse con cualquiera y la tercera, que no se arredra ante nada ni ante nadie y que comparece en los ruedos con una seguridad en sí mismo y en su compás que le hacen golpear una y otra vez con más fuerza en esa puerta que da acceso a las grandes ferias, a los imponentes convites donde se degusta el toreo y de los que no tiene la más mínima duda de que merece acceder.
Toros decepcionantes
La corrida de Moisés Fraile, desigual en fondo y forma, tuvo muchas más complicaciones para los toreros que las que pregonaban su escasez de fuerzas. Hubo varios toros nimios, como ese primero de Julio Aparicio -que no se salió ni un ápice de su papel de convidado de piedra- o el segundo de José Tomás, que ni se aguantaba en pie ni se parecía lo más mínimo a ese fulgor que se espera de un astado criado para la lidia. Pero también hubo toros complicados con los que había que afinar mucho la técnica para no caer en la trampa urdida por su aparente incosistencia. Especialmente dos, el primero de José Tomás y el tercero de la tarde, ése al que Diego Urdiales le cortó las dos primeras orejas de este nuevo coliseo, de una plaza llamada a albergar muchos días de gloria, muchas hornadas de jóvenes toreros que irán llenando con el tiempo de nombres y sueños las grandes ferias.José Tomás se presentó en Arnedo toreando con sumo gusto y lentitud con el capote en un saludo en el que alternó verónicas de ensueño con ceñidas chicuelinas. Le anduvo al burel después con el percal pasito a pasito en un emotivo galleo con el que llevó prendida la embestida hasta el caballo provocando el delirio entre los aficionados. Y construyó una faena de rara arquitectura, una faena que empezó con un estatuario para seguir de súbito por naturales -casi sin solución de continuidad- y en la que tuvo la inteligente virtud de aguantar un turbio calamocheo con su aroma de gigante. El toro, mucho más difícil de lo que parecía, no consintió que le obligaran demasiado y fue alternando el toreo por la izquierda con poderosas tandas en redondo en las que asentaba su planta en los talones, como roto de sí, para dejar siempre la muleta en la cara para ligar los lances sin remedio. Por un momento asomó el percance. En un remate el toro lo derribó con los cuartos traseros y el diestro de Galapagar se libró de la cornada rondando por el albero de manera más que habilidosa. Un susto, apenas un suspiro que no tuvo ninguna consecuencia más que el crepitar de cámaras y fotógrafos. José Tomás citó con la muleta cambiada y adornó las series con un acento mexicano muy nuevo en un torero vestido precisamente con un bordado de recuerdos aztecas. Sin embargo, la mayor decepción vino con el quinto. Tomás veroniqueó otra vez con una lentitud pasmosa, dos lances por el izquierdo resultaron de cartel, y remató la serie con sendas medias preciosistas y limpias. Volvió con el capote en un sensacional quite por delantales rematados con una larga afarolada y cuando se presagiaba una faena gorda, el torerete dijo basta, el torete se precipitó por el sumidero de la mansedumbre y se rindió. Tomás siguió en su empeño, pero en su cara, por una vez y aunque no sirva de precedente, asomó la impotencia cuando el burel rodó por el suelo. Pero lo intentó todo: el unipase, la media altura, el alivio, perder pasos, vaciar hacia las afueras, irse al pitón contrario, quedarse al hilo.... Fue inútil, el toro no quería, no podía y el maestro sólo pudo dejar constancia de su empeño, de la fuerza de su corazón.
Diego Urdiales tampoco tuvo un enemigo fácil en su primero. El toro, noble y con movilidad, no regalaba las embestidas y había que medir a la perfección la estrategia para aguantar esa forma que tenía de embestir: aparentemente entregado pero sin humillación ni ritmo. Fue necesario un caudal de pulso para aguantar el embroque y hacerle ir hasta el final de cada muletazo exactamente donde quería Diego. Y fue una faena a izquierdas en las que tras un prólogo en las tablas y la primera serie en redondo, se echó la muleta a la izquierda y ante el número uno de ese muletazo, recetó varios fardos de ellos de gran calidad, de preciso trazo. Se tiró y tras una gran estocada se llevó las dos primeras orejas del Arnedo Arena. La faena del sexto fue la constatación exacta de hasta dónde quiere llegar este torero. De hecho, el recibo a la verónica fue sencillamente maravilloso: compás, temple, hondura y ese clasicismo largo de un diestro que goza y marca las diferencias con esta piedra angular de la armazón de su concepto del toreo: la verónica. La faena también tuvo hondura y profundidad, sobre todo en las primeras series en las que se gustó reuniéndose con el toro casi en un baldosín: armonía y profundidad, mando y seguridad, y ese aroma clásico con el que embriaga su toreo con la muleta montada. Pero el toro se acabó demasiado pronto y tuvo que recurrir a las cercanías y al valor descarnado para mantener la obra en ese nivel con el que se balanceó desde que hizo el paseíllo. Un pinchazo le privó de la segunda oreja, pero daba igual. Salida a hombros, la gloria y el inicio de un año llamado a empresas mucho mayores.
Abrió la corrida Julio Aparicio: estoqueó como pudo a sus toros, lanceó precavido y pasó como un verdadero convidado de piedra. Más o menos lo esperado.
o Esta crónica le he publicado hoy en Diario La Rioja, las fotos son de Justo Rodríguez.
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