Como en las mejores películas del gran Hollywood, es el jurado popular del Parlament de Cataluña el que desde ayer ha acogido los primeros testimonios de los partidarios de la celebración de la fiesta de los toros y de quienes lo son de que prospere la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para su abolición.
El debate entre partidarios y detractores ha ganado con el escenario, en altura; ya no estamos -están- torturadores frente a animalistas. Ya no se habla de sangre gratuita y de respeto a una especie sin más. Los argumentos de ayer subieron de categoría, y tanto Salvador Boix, apoderado de José Tomás, como Joselito y Víctor Gómez Pin dejaron bien alto el pabellón intelectual, sabio de esta pasión. Boix ha afirmado algo que hubiera rubricado el más comprometido parlamentario en la Cámara de los Lores: "He venido a este Parlament a pedir amparo". Es en los primeros años de la Transición cuando en Cataluña cuaja una tenaz e implacable estrategia nacionalista para ir socavando y cercenando las bases de la afición a los toros. Y con un envidiable método, el propio Parlament y los ayuntamientos se fueron turnando para erigirse en los legales instrumentos para erradicar la fiesta de los toros de Cataluña y finalmente de Barcelona.
Desde muy pronto se impidió que los niños menores de 14 años pudieran acudir, negándose hasta que lo hicieran acompañado de un mayor. Luego -¿o fue antes?- se impidió también que se pudieran celebrar corridas de toros en plazas no fijas -para acabar con las portátiles-, objetivo que limitaba la organización de festejos populares. Y por último, en los ochenta y noventa, varios ayuntamientos organizaron la cadena de declaración de ciudad no taurina. También habría que recordar la transformación en abolicionista entusiasta de algún alcalde de Tossa de Mar o de Lloret, cuyas arenas mediterráneas vieron a Ava Gardner, las locas noches de zambra, amor y toreo impulsadas por aquel mecenas, bohemio y genial que fue Alberto Puig Palau -el tío Alberto de Serrat- y así, como ahora se declaran partidarios de la independencia de Cataluña, entonces Vilopriu, Riumors, Matadepera o Tiana, entre cientos de municipios, se declararon ciudades no-taurinas.
Por estas causas fueron quedando en desuso plazas de cierta añeja tradición como Olot, Girona, Figueras, Sant Feliú, reconvertidas algunas de ellas en edificables terrenos. La afición menguaba yerma de renovación infantil y juvenil, de escenarios donde organizar festejos, sin importar que en estos años murieran Paquirri, El Yiyo, o que surgieran el arte cristalino de Joselito, El Juli, o finalmente del idolatrado José Tomás. Quedaba un bastión: Barcelona. El acorralado empresario Balaña, cercado en sus otros dominios, se resistía a entregar la fortaleza. Había que dar un paso más, y ésta fue la más reciente Ley de Protección Animal, que ya planteaba más claramente la prohibición en aras de la defensa del animal.
En sólo 30 años los nacionalistas han conseguido que ayer y hoy, la soberanía de Cataluña llegue a debatir si los toros siguen siendo un espectáculo que comparten los ciudadanos de Barcelona con el resto de las ciudades de España, de parte de Francia, Portugal, Colombia, México, Venezuela o si es territorio ajeno al "maltrato" de ese animal. Poco importa que a 100 kilómetros al norte, en Ceret, en la Cataluña "norte", los días de corrida ondee la bandera catalana. En los meses de precalentamiento, en los que la sal gruesa abundaba, se ha conseguido crear un ambiente, un bien trabado argumentario, al que han contribuido los partidos políticos, la sociedad civil taurina, el por una vez concienciado mundo del toro y plumas ejemplares de esta mágica afición, que se resiste en entregar a su suerte la libertad de miles de ciudadanos de una de las ciudades más hermosas, modernas, abiertas y europeas de nuestra civilización. La clave ya no está sólo en los socialistas catalanes. A tiempo se dieron cuenta de que ésta no es una batalla: es una guerra. Disfrazado de cordero, el lobo esconde la razón de ser histórica de esta Iniciativa. Como al ladrón que ante el juez niega su pillería, el cordero animalista encubre el sentir anti de su sentimiento por uno más digerible pro animal. No hay que prohibir nada; simplemente, si no hay afición, que muera la fiesta. Pero un atisbo de ese gran sentido común empieza a asomar por las rendijas del Parlament. Entre una prohibición total -que sería brutal- y que todo siga como hasta ahora habrá que encontrar algún clavo humanizador del espectáculo, para que nadie salga derrotado: unas banderillas o una puya que haga menos sangre, un peto que triplique la protección actual, y una reforma reglamentaria que suavice ciertas suertes, estimulando el indulto. Algo que a meses de unas elecciones permita a unos y otros sacar una bandera de este duro debate.
Me atrevo a insinuar y evocar aquí a Jordi Pujol en sus excelentes memorias, tituladas Tiempo de construir. El día que reapareció José Tomás en la plaza de toros de Barcelona en junio de 2007, mi padre, estuvo en la Monumental y a la salida, entusiasmado por lo que había visto en Tomás y en Cayetano, se encontró a un vecino. Durante años no habían pasado del formal saludo y los buenos deseos matinales. Esta vez mi padre quiso evidenciar la complicidad del descubrimiento de la mutua afición. "No se confunda, soy catalanista y no soy aficionado a los toros, pero he venido porque me empreña que quieran prohibir una afición a la gente. Tenemos aquí miles de inmigrantes de regiones de España que les hemos pedido que se integren en nuestra cultura, que hablen nuestra lengua y ahora por un capricho les vamos a prohibir que vayan a los toros". Lo dicho. "Tiempo de construir".
Carlos Abella es periodista y escritor.