Ha salido el sol. Es imposible saber cuánto tiempo va a durar y si algún rayo será capaz de tocarte, si algún fotón tendrá la ventura de depositarse en tu piel tras su viaje sideral por el universo; o incluso enredarse en tu pelo que es como un bosque lleno de enigmas, con pequeñas plazoletas donde refugiarse del sueño, con riachuelos breves y orillas donde ahuyentar los espantos y las fracturas. Tu cabello provoca convulsiones y en el amanecer tu mirada se enreda con la mía como si fueran una única cosa, como un aliento que arrasa las peleas, que desprestigia cualquier rumor de batalla cotidiana, de desencuentro, del dolor del día a día que tanto nos desmadeja. La niebla esconde las miradas porque no se ve más allá de las esquinas -aunque a ti te guste-, y con el frío nos recogemos cada uno dentro de sí, parapetados del mundo exterior en sucesivas capas que van abotargando la epidermis hasta dejar de sentirla. Sólo nos irrita la piel las inclemencias, su voraz flagelo de amanecida nos ayuda a recordar que seguimos siendo de carne y hueso, que en la noche a veces nos sumergen los espantos, las dudas y que somos lo que somos gracias a las tribulaciones. Hace frío y no puedo pensar, con el calor pienso en ti. Por eso me alegro de que haya salido el sol y de que el reflejo de la luz en los estanques no necesite explicaciones. Los niños juegan por el parque, tú paseas mientras los buscas y no te hacen caso. Y da gusto recibir a la primavera a pesar de todas las fatalidades que recogen los noticieros. El sol te toca y tu caricia tiene la inconmensurable virtud de despejar todos los miedos. El sol tiene hambre de cariño, de terrazas, de paseos. Llega la primavera y te sigo queriendo a pesar de las conspiraciones de todos los inviernos.
o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.