El viejo sueño prohibicionista que tanto anhelaron decimonónicos y exaltados elementos de generaciones pasadas está a punto de hacerse realidad merced a una iniciativa popular que varios grupos supuestamente animalistas han llevado hasta las mismas orillas del Parlamento catalán. Corrijo: hasta las orillas no, hasta tierra adentro, hasta el pleno, hasta la votación final. Que haya sido precisamente en el Parlamento catalán brinda, de momento, una de las claves de tan bienintencionada iniciativa. No en el murciano, ni en el cántabro, ni en el andaluz: ha sido tramitada en el catalán, donde el desespero por dar cuerpo legal a toda diferenciación posible con el resto orgánico y funcional de España alcanza cotas obsesivas. Ello invita a una primera pregunta llena de inocencia: ¿Por qué privar a los «animalistas» valencianos de la posibilidad de acariciar la prohibición final de la fiesta de los toros? ¿por qué privar a los navarros, por ejemplo? Las más elementales respuestas nos llevan al núcleo principal del asunto: porque ni los ocupantes de los escaños en Valencia o en Pamplona tienen ningún interés en dejar de ser españoles, porque ni los valencianos ni los pamploneses albergan desprecio por manifestaciones artísticas comunes y porque ni los valencianos ni los pamploneses entienden sus fiestas sin el elemento fundamental del toro. La mayoría, mitad más uno, de los electos catalanes tienen en común no ser capaces de desligarse de la corrección política que lleva a manifestarse por opciones de soberanía ilimitada; es decir, son incapaces de decir que no son independentistas: como saben, aunque sea «de corazón», el buen político catalán siempre dirá que acaricia una cierta ensoñación soberana. Lo contrario es estar fuera de la campana de cristal, donde tanto frío hace.
El toro es, pues, la excusa perfecta. ¿Qué mejor manera de evidenciar que no somos españoles y que no tenemos nada que ver con ese hatajo de bárbaros hirsutos y primitivos que desterrar de las ciudades catalanas la insoportable tradición de la tauromaquia?
Inmediatamente sentirá usted el impulso de reprocharme, dilecto lector, que establezco un infantil paralelismo entre taurinismo y españolidad, dando a entender que los detractores de la Fiesta son españoles sediciosos que esperan agazapados el momento de dinamitar la idea común de Estado y Nación que tantos bandazos lleva dando desde la noche de los siglos. Ni mucho menos: el antitaurinismo está escrito en la costumbre de España desde los primeros días del arte de Cúchares. Bien es cierto que ya no hay antitaurinos como antes, pero no hay nada más español que ser contrario a la Fiesta, denostarla, odiarla, vilipendiarla. La intolerancia es una costumbre muy de por estos pagos y no hay mayor muestra de ello que llamar «asesinos» a los espectadores de una plaza de toros, a los aficionados, a los toreros, a los ganaderos. Lo que vengo a manifestar es que gracias al trabajo de estos intolerantes que de forma tan histriónica dramatizan su oposición a la tauromaquia, otros aprovechan para llevar el ascua a su sardina, sin detrimento de que, en no pocas ocasiones, ascua y sardina coincidan. En Francia, país que debe albergar igual número de candorosos defensores de los animales que España -vamos, digo yo-, como no hay Estado que tambalear o Nación que modelar, el debate no pasa de la airada protesta de los contrarios a que el coso de Nimes sirva para escenificar la más bella ceremonia artística de todo el planeta taurino. ¡Enseguida van los franceses a debatir la supresión de los toros en el Parlamento!
Pero hay más. La política cuenta entre sus moradores con un número alarmantemente alto de sujetos a los que la sola posibilidad de prohibir algo les provoca una descarga hormonal incontrolada y una consiguiente sensación de placer de las que nublan la vista. Muchos miembros de la clase política, efectivamente, consideran que han desempeñado con rigor su cargo cuando establecen mecanismos para prohibir cualquier costumbre, conducta o tendencia que no case con sus gustos o manías. Si un diputado consigue que triunfe una proposición de ley que impida, por ejemplo, la ingesta de grasas insaturadas a media tarde de días festivos, considerará que ha llegado a la cumbre del servicio a su sociedad, se emocionará, se tocará las partes blandas y caerá en una turbación placentera de la que sería hasta injusto despertarle. La pasión por prohibir está escrita en la declaración de principios políticos de la mayoría, con lo que ¿qué más felicidad puede haber que ser protagonista del hecho histórico de haber prohibido los toros en Cataluña? Enseguida se imaginan lo que dirán de ellos los libros, la llamada a los programas de televisión cada fecha de aniversario para que recuerden anécdotas del proceso como si fueran los padres de la Constitución, la placa homenaje que les grabarán algunos colectivos ecologistas, el bautizo con su nombre de alguna peña de dominó de su pueblo... La Eternidad, en suma.
Unos y otros desconocen, me temo, que el mayor antitaurinismo está, hoy por hoy, dentro de la Fiesta. Por mucho que insulten, coaccionen, amenacen y amaguen con prohibir, el aficionado que se tenga por tal seguirá acudiendo a las plazas. Será la propia deriva del toreo la que llegue tal vez a impedir que el espectáculo sea posible. Si se desnaturaliza la ceremonia, se resta sinceridad a las faenas, se llena de vulgaridad el ruedo, se manosea insensiblemente el rito, se caen los toros y las figuras siguen marcando su ley, los espectáculos taurinos perecerán sin que ningún parlamentario catalán tenga que darle al botón. Si una entrada de tendido sigue siendo prohibitiva para los jóvenes, un abono lo mismo para los menos jóvenes, si la casta se difumina con la selección genética que imponen ciertas modas, si los toreros actúan como si tuviesen ya diecisiete fincas recién tomada la alternativa, si los novilleros no se pegan arrimones sinceros y valientes, si los empresarios no derrochan más imaginación en la confección de carteles, si el público se empeña en aplaudir mediocridades aparatosas, si se desmochan los pitones o si se utiliza la pica para destrozar los lomos de un burel, la Fiesta de los Toros padecerá una muerte lenta, silenciosa, tristona e inexorable. El diagnóstico será sencillo: habrá muerto de aburrimiento.
Curiosamente, en cambio, es esta «iniciativa popular» la que está despertando de una cierta modorra a los aficionados: la plaza de Barcelona hacía años que no registraba entradones como los recientes. ¡A ver si lo que va a conseguir toda esta patulea es revivir al enfermo! El debate cada día es más vivo, se escribe más sobre los toros que antes y los miembros del mundo taurino albergan nuevas esperanzas. Los defensores de la Fiesta empiezan a organizarse, la afición frunce el ceño y nunca se había puesto tanta atención a los carteles de las primeras ferias. Al final habrá que dar las gracias a los que quieren que tantos años después se repita la historia y los catalanes tengan que volver a Perpignan como cuando peregrinaban para ver algo de un tango y de París.
Empieza ya la temporada y los abolicionistas comienzan ya con su sufrimiento. Lo respeto y lo siento, tengo amigos nada taurinos que sufren sinceramente con un espectáculo que consideran cercano a la barbarie. Pero ellos, al menos no quieren prohibirlo: jamás irán a una plaza de toros pero no están por impedirme ir a mí. A veces, reconozco que para ver lo que se ve, mejor haberse quedado en casa, pero la elección de aburrirse es también uno de los privilegios de la libertad.