Alucinadito. Así me quedé al contemplar, gozar y soñar con la voz de Carmen Corpas, una cantaora a la que apenas conocía pero que me entusiasmó por la belleza de su cante, por la voz cristalina que supo manejar con una maestría inconmensurable y porque me llegó al alma gracias a la desnuda intimidad con la que fue paseando su garganta por la cartografía más bella del arte jondo: desde la malagueña del principio (abandolá en su remate), pasando por Granada hasta llegar de la mano de Marchena a la Colombia del son y de la caña de azúcar, a la Colombia de la ida y la vuelta de aquellos flamencos que desperdigaron su compás por el mundo conocido y que llegaba renacido después en vapores y veleros hasta el malecón de Cádiz, donde aguardaban Aurelio Sellés, Pericón e Ignacio Ezpeleta, aquel de los embustes de Chano, que también me lo imagino ahora esperando por tanguillos la canción del Bongó.
Carmen Corpas, al igual que Canela de San Roque hace quince días, es la perfecta demostración de que el flamenco para cantarlo hay que vivirlo, hay que sentirlo... y que como bien dice Antonio Benamargo, hay artistas que ellos mismos son el cante. Benamargo hablaba de Caracol, auténtica fiera de maestría y duende, pero yo ahora hablo -o mejor dicho, escribo- de las sensaciones tan maravillosas que me propició Carmen Corpas cuando cantó la caña transida de belleza o en esos instantes mágicos de la siguiriya, y también la rosa marcehenera (prodigio de afinación y de orfebrería melistmática) o esos cuatro muleros, que me supieron a gloria bendita por la gracia y el desparpajo, por el compás, por la hondura con la que fue preñando cada eco, cada tercio, cada remate.
Y casi lloré al final, con esa vidalita personal en la que el cante hablaba de cante, en la que Carmen hablaba de sí misma cantándose para sí y llorándose toda ella por dentro como ensimismada por una emoción sincera y cabal con la que se entrometió en el alma de una concurrencia que no hacía más que pedirle más y más: la bulería, los fandangos, la soleá. Y ella lo cantó todo, lo cantó por Marchena, por la Niña de los Peines, lo cantó por barrios y familias, lo canto por la Matrona, por el cerro de Palomares, cantó la granaína y su media, que a mí me recordó a una media mecida de Rafael o de Curro. A su lado, además, sobresalió Pedro Barragán por la delicadeza con la que lo tocó todo, tan suave, que parecía con Carmen la misma cosa.
o Esta crónica la he publicado hoy en Diario La Rioja.