Sé que algún día sucederá. Al menos, si lo permiten los terremotos, los tsunamis, las inundaciones, las tormentas perfectas, las imperfectas y las de hielo. Si nuestra civilización sobrevive a sus efectos, algún día desaparecerán. Preferiría no estar presente pero, de lo contrario, sobreviviré a su pérdida sin oponer una resistencia patética, plagada de tópicos pobres, tan mal estructurados como los que esgrime el enemigo. No descompondré la figura, porque los taurinos, antes que a decir olé, aprendemos a ser elegantes.
Dar, o no dar, espectáculo. Venirse arriba. Cambiar de tercio. Entrar al trapo. Salir a hombros. O por la puerta grande. Ponerse el mundo por montera. Estar aseado. Hacer una faena de aliño. Lleno hasta la bandera. El cartel de no hay billetes. Echar las patas por alto. Dar la alternativa. Colgar los trastos. Jugarse el tipo. Atarse los machos. Hacer el paseíllo. Entrar por derecho. Buscar la ruina. ¡Música, maestro! Sacar los pañuelos. Echar un capote. Dar una larga cambiada. Pinchar en hueso. Estar para el arroz. Cortar las dos orejas. Dar la vuelta al ruedo. Ver los toros desde la barrera...
Podría seguir, pero no es sólo el idioma. También la plástica, la música, la estética. Y no voy a detenerme en los hígados de las ocas, en la guerra, en la explotación, en nuestra propia naturaleza animal, pero no me digan que la Fiesta no tiene que ver con la cultura. Hablen de crueldad, de sangre, de sufrimiento, y lo admitiré aunque me prive de la única liturgia que respeto, la emoción incomparable del único milagro al que he asistido jamás, 600 kilos y dos pitones en punta, un hombre desarmado, una muleta, y el arte que le salva de la muerte. Tampoco voy a intentar explicarles eso, no teman. Entiendo, incluso, que no lo entiendan. Pero, en nombre de la propia cultura, por favor, tonterías, las justas.
o Este artículo se ha publicado en El País.