Jesús Méndez y Antonio Valencia triunfan en un noche muy jonda en el Salón de Columnas
Jesús Méndez es un flamenco congénito; y eso se le nota a la legua porque su forma de arrebatar con el cante sólo se puede llevar impresa en el Adn como consecuencia de generaciones de lamentos acumuladas, de temple y de compás, de nacer a la vera de maestros memorables y mamar el eco y el sollozo de la plazuela desde niño chico, con un padre mitad cocinero y mitad cantaor que se rompe la camisa cuando le oye templar. El jueves, en el Salón de Columnas, este novísimo cantaor jerezano se hizo dueño de todos los ecos merced a una actuación portentosa, larga (gracias a la profusión de palos por los que transitó, desde los pregones hasta las bulerías del final) y que tuvo en la segunda parte una de esas cumbres que no se olvidan gracias una malagueña sencillamente prodigiosa, cantada por todo lo alto, perfectamente secundada con la sonanta por Manuel Valencia, y en la que sacó del pecho ese decir las cosas tan gitanas y tan toreras que sólo puede partir del Jerez flamenco y jondo, de ese Jerez de Terremoto y la Paquera, del de los 'soníos negros', o del de me sabe la boca a sangre, que diría la Tía Anica la Piriñaca. Y ese Jerez lo lleva cosido en su chaqueta Jesús Méndez y lo convierte en un prodigio cantando sentado por siguiriya o por soleá y en una belleza sugerente cuando se da un paseo por Manolo Caracol y se marca una Salvaora de escándalo con toda la concurrencia a sus pies gracias, todo hay que decirlo, a un empaque sobrecogedor en ese garbeito que se dio por el escenario -sin micro ni nada- en el que derrochó tanta elegancia y tanto compás que a este cronista le dieron ganas de lanzarle el sombrero a sus pies como si un torero fuera. ¡Qué arte! ¡Qué derroche! Jesús Méndez es un perfecto animal escénico, conoce el flamenco y sus engranajes, controla el tiempo, sabe la forma en la que tiene de templar y me encandiló cantando por levante porque sabe parar los tiempos, rebuscar en sus adentros y no abusar de una garganta tan poderosa como nueva y juvenil, aunque, y esto es lo grande, a veces le sacara esos metales viejos e inauditos, ese olor a fragua y a colmado; aroma de los puertos, armonías de esa primavera del cante que parece no acabarse nunca entre perezosos lamentos y sones lejanos de trémulas canciones. Y sorprendió Manuel Valencia, tanto a compás como por su cuenta en juguetillos preciosistas y complejos por siguiriya y soleá. Esta última la bordó, y no sólo por la maestría con la que fue adornando el cante de Jesús, sino por la perfección con la que se entiende con su garganta. Sabe escuchar, se mece sin estrambote alguno y rodea al cantaor con el aliento preciso para disfrutar de una belleza brutal.
o Esta crónica la he publicado hoy en Diario La Rioja.